Diego Martínez López

Universidad Pablo de Olavide y Fedea

Batalla fiscal

María Jesús Montero, ministra de Hacienda

María Jesús Montero, ministra de Hacienda

No hay suficiente perspectiva a medio y largo plazo en la política fiscal de nuestro país. Ni en las Comunidades Autónomas (CCAA) ni en el gobierno central. Estos días, además, asistimos al principio de acción–reacción con el que unos y otros se arrojan iniciativas tributarias como escaramuzas electorales. No es el escenario que necesitamos para superar los destrozos de la pandemia y la llegada de la inflación.

Después de ver a un presidente autonómico firmando un decreto fiscal de pequeña trascendencia financiera como si de un tratado internacional se tratase, ha llegado la reacción del gobierno de la nación. En efecto, el primero anunciaba una revolución fiscal (o la continuación de otras, ya no sé cuántas llevamos) y que consistía en eliminar de facto un impuesto que recauda el 0,3% del presupuesto andaluz, deflactar parcialmente y de manera incompleta el impuesto sobre la renta y cancelar un impuesto finalista –el canon del agua– con cuyos recursos no se sabía qué hacer.

El gobierno, por su parte, en un ejercicio de reflexión que le ocupa hasta altas horas de la madrugada del día antes del examen, ofreció esta semana un paquete de medidas fiscales, algunas de tono reactivo respecto a las CCAA. Vivimos, en efecto, en un país federal desde el punto de vista fiscal y ello conlleva la inevitable existencia de diferentes menús de ingreso y gasto público. Pero de ahí a convertir el sistema fiscal español en un mosaico de retazos de difícil encaje, que es lo que está sucediendo, hay un trecho.

La opinión que me merecen los cambios fiscales del gobierno andaluz ya la he manifestado en varias ocasiones en diferentes medios. No voy a repetirme aquí, se intuye en el segundo párrafo. Solo apuntar que, en defensa de la autonomía tributaria de que gozan las CCAA, los gobiernos regionales están ejerciendo sus competencias normativas tal y como las define la ley. El problema es que estas leyes, básicamente la Lofca y la Ley 22/2009, no desarrollan con suficiente precisión un concepto tan necesario como compatible con la autonomía tributaria cual es el de armonización. Y tanto este gobierno, como el anterior y el anterior del anterior, llevan años ignorando lo que los expertos, de manera generalizada, sugieren: armonizar, que no recentralizar, los tributos cedidos a las CCAA para que esto no sea un guirigay fiscal.

Esta semana el gobierno de la nación ha reaccionado creando un nuevo impuesto sobre la riqueza que, en jugada maestra, deja a las CCAA que habían desfiscalizado el impuesto sobre el patrimonio con caras de tontas, permítaseme la expresión. Como el de patrimonio sería deducible del nuevo impuesto, aquellas se enfrentan a dos opciones: o bien recuperan el primero y consiguen una recaudación que de lo contrario marcharía al Estado, o bien se quedan orgullosas con su bonificación del 100% de patrimonio y no ven un euro de los impuestos que pagan sus contribuyentes.

Como escaramuza política, chapeau. Pero como iniciativa estable para armonizar, no. Al margen de conocer más detalles del nuevo impuesto de solidaridad sobre las grandes fortunas, lo que se sabe hasta el momento es que nace con unos tipos impositivos elevados y estimaciones de recaudación demasiado optimistas. Si uno de los problemas del impuesto sobre patrimonio es que, dada la rentabilidad de los activos que grava, puede resultar muy costoso, con los nuevos tipos esta posibilidad se refuerza, aumentando las probabilidades de asistir a deslocalizaciones fuera de España. Y lo de plantearlo como un impuesto “temporal” pero “revisable”, no ayuda a crear seguridad jurídica en unas bases imponibles que se mueven con extremada rapidez.

A mi juicio, una armonización coherente hubiera partido de la reforma del actual impuesto sobre el patrimonio. Y no con dos tributos para mejorar uno de ellos. Sin embargo, frente al “muerto el perro se acabó la rabia” de la Junta de Andalucía, eliminando de facto un impuesto del que no es titular, nos hemos encontrado con el “¿no querías sopa? Toma dos tazas” del gobierno central. No son políticas de Estado.

Sobre el resto de medidas anunciadas por el gobierno, claroscuros cuyo tono final dependerá de los detalles. La reducción del IVA en los productos de higiene femenina suena bien pero contradice la recomendación del libro blanco sobre la reforma tributaria de usar menos tipos reducidos y superreducidos; además, se estimulan agravios comparativos con otros sectores y consumidores. Prorrogar los límites de exclusión en el sistema de módulos o ampliar la deducción por gastos de difícil justificación de los autónomos casa mal con la siempre necesaria lucha contra el fraude fiscal.

Por su parte, elevar la tributación de las rentas del capital y reducirla en las más bajas del trabajo es una apuesta decidida por la progresividad del impuesto. Se trata de una decisión política, y punto. Pero hemos de ser conscientes de que el impuesto sobre la renta español se encuentra en una escala media-alta de progresividad comparado con la UE, lo que convierte a los incrementos de progresividad en más gravosos en términos de eficiencia. Sin embargo, nuestros tipos medios efectivos son más reducidos y, por tanto, su capacidad redistributiva menor; así que la reforma debería haberse encaminado por otros derroteros: ampliando bases y eliminando reducciones (que, por el contrario, se elevan) para reconfigurarlas en su caso como deducciones en la cuota.En definitiva, está visto que no es momento de reformas fiscales de largo alcance. Seguimos parcheando el sistema tributario y los sastres (CCAA y gobierno central) no son precisamente modistos de alta costura.

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