Joaquín Aurioles

Universidad de Málaga

Código ético frente a la mentira

Muchas empresas se dotan de un conjunto de reglas públicas y explícitas marcadas por la ética que les compromete al aceptarlas a mantenerse dentro de los límites de la verdad

Código ético frente a la mentira

Código ético frente a la mentira

Una mentira a tiempo puede evitar un grave perjuicio o quizá el daño de quien está dispuesto a correr un riesgo excesivo. Somos condescendientes con la mentira a los que están gravemente enfermos o en circunstancias extremas. En todos estos casos puede calificarse de benevolente, pero la mentira también puede ser el origen de un buen negocio e igualmente se puede mentir por simple interés personal, sin miramiento sobre daño a terceros, además de ser un poderoso mecanismo de defensa. Mentimos para desviar responsabilidades y sus consecuencias. En estos últimos casos no existe benevolencia alguna que la excuse, pero todavía queda la justificación del egoísmo. En definitiva, que mentir puede ser, por mucho que nos escueza aceptarlo, absolutamente legítimo, salvo cuando implique adentrarse en el terreno de lo fraudulento. 

El comportamiento fraudulento supone beneficiarse del perjuicio que nuestra conducta provoca en otros. Normalmente se asocia a beneficios de tipo económico, que sería el caso de una estafa, pero también pueden ser de otra naturaleza, incluidos los políticos. Su fundamento es el engaño, pero lo esencial de su condición reside en el extraordinario poder de seducción de la mentira, capaz de decir de forma convincente lo que la víctima desea oír. Como es lógico, la ley nos protege contra el fraude, pero cuando uno percibe el acoso diario de las fake-news y las técnicas de marketing agresivas, resulta de lo más razonable que nos asalten las dudas sobre si lo hacen adecuadamente. 

Establezcamos de entrada que el mejor argumento de mercado para un producto es su autenticidad. Si algo desinfecta y huele bien, debe hacer ambas cosas de verdad, pero puede no ser suficiente para garantizar el éxito empresarial. De hecho, es muy probable que la aceptación del mercado, al menos en algunos de ellos, tenga mas que ver con relatos emocionales ideados por el marketing. Cuando la promoción de un producto consigue imponer una marca capaz de generar sentimientos de lealtad en el consumidor, el poder de la marca desplaza con frecuencia al del producto. En casos como este la clave está en la manipulación de las emociones. Las campañas publicitarias no persiguen cambiar nuestra visión del mundo, sino adaptarse a ella y aprovecharla para provocarnos una necesidad. Cuando esto se consigue, el marketing triunfa, pero abre un terreno propicio al abuso por parte de quienes carecen de escrúpulos. 

El Black Friday puede ser un buen ejemplo de lo que comienza a denominarse neuromarketing. Concebido como unas rebajas adelantadas a la navidad y concentradas en un solo día, se consigue generar en el consumidor la necesidad de aprovechar la oportunidad de anticipar nuestras compras. La predisposición a comprar de forma compulsiva debilita nuestras defensas racionales frente al fraude. La mentira mezclada hábilmente con las emociones puede proporcionar pingues beneficios en estos tiempos de hiper comunicación a través de redes sociales y, lo que es más significativo, sin penalización alguna en la mayoría de los casos, entre los que debe incluirse la comunicación política y social. 

Cuando los cronistas oficiales de las ideologías no sienten ningún empacho en distorsionar la realidad tanto como haga falta para manipular la opinión pública, entramos en el terreno de la postverdad. En este caso la manipulación recurre a las emociones y las creencias para convencernos y la religión y la ideología son terrenos propicios para su arraigo. Se tiene conciencia de ella desde hace poco tiempo y alcanza su grado máximo con Trump y su sistemático recurso a la mentira para justificar sus acciones y decisiones. También con el Brexit, donde las convicciones más íntimas facilitan la convivencia en paz con el engaño por parte de quienes lo aceptan. Los perjudicados son los que no consienten con el engaño, pero sus posibilidades de defensa son limitadas. Mentir en política no solo no penaliza, sino que suele ser extraordinariamente rentable por el efecto cicatrizante de las urnas durante el mandato, siempre que se consiga formar gobierno y la mentira no se haga evidente antes de la cita electoral. Valga como ejemplo las consecuencias electorales del intento de desviar sobre ETA la responsabilidad del terrorismo yihadista en los atentados del 11M en Madrid. 

La elevación de la mentira por encima de las reglas morales tiene mucho que ver con la hiper comunicación y nuestra estúpida predisposición a dejarnos seducir. Nos sentimos indefensos ante la diversidad de ropajes que puede vestir, frente a la verdad, a la que solo le cabe uno. También a las leyes les resulta más difícil protegernos, pero cada vez es más necesario porque un modelo de convivencia en justicia y libertad no será posible si la mentira consigue imponerse sobre la verdad. 

Cada vez son más las empresas de ámbito internacional que publican códigos éticos con los que pretenden elevarse por encima de las regulaciones nacionales. Imponen compromisos sociales y ambientales sobre sus prácticas cotidianas allí donde actúan, lo que implica que en algún momento identifican coincidencias con sus intereses particulares. También las relaciones internacionales están impregnadas de reglas de gobernanza que todos suscriben, pero que también aceptan sin pudor el valor de la mentira en sus parcelas privadas de poder. 

Si las leyes no pueden impedir que quienes se alzan con nuestra representación en la defensa de nuestros intereses utilicen la mentira, e incluso el fraude, para conseguirlo, exijamos un código ético frente a ella. Un conjunto de reglas públicas y explícitas marcadas por la ética que comprometa a quienes las acepten a mantenerse dentro de los límites de la verdad o, al menos, de rechazar la mentira. Organizaciones políticas y similares, incluidos sindicatos, asociaciones de empresarios, ONGs, colegios profesionales, etc. deberían suscribirlas y admitir la reprobación del mentiroso. Ya sabemos que la mayoría de estas organizaciones dispone de sus propios códigos éticos, pero difieren entre ellos en sus enfoques y no son explícitos en todos los casos en relación con la mentira y el fraude. 

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