el poliedro

Tacho Rufino

Los rascacielos de la ruina

En la erección de rascacielos hay un fuerte componente de vanidad, engreimiento, intercambios y, sobre todo, fin de cicloEntre el final de la exuberancia y el inicio de las crisis, se construyen los rascacielos

Relata el Génesis que quienes sobrevivieron al Diluvio Universal -Noé y siete parientes, los únicos supervivientes del planeta- se ubicaron en Babilonia, una ciudad de Mesopotamia. Allí, en vez de promover una cooperativa y una fase de adosados donde verse sin mezclarse demasiado y hacer barbacoas, decidieron construir una torre tan alta como ninguna otra antes lo hubiera sido. Aunque alguno argumentase que el motivo era que así nunca más el agua les llegaría al cuello, Yaveh se lo tomó a mal, entendiendo que querían llegar al cielo sin morir previamente, quién sabe si con aviesas intenciones de okupar el hogar de Dios. Todo fue destruido, y los socios de Herederos de Noé, S.L. fueron condenados a vagar por la Tierra sin ni siquiera poder entenderse ya entre ellos: el castigo asociado a la destrucción y la gran crisis del rascacielos de Babel fue que cada uno de los ensoberbecidos y prepotentes promotores inmobiliarios hablaría una lengua distinta para siempre jamás. Valga este relato con licencia interpretativa para proponer que esta fabulosa historia bíblica tiene su traslación a los excesos que el hombre -sobre todo, los hombres, sí, y sus fálicas circunstancias, ya adelanto- comete cuando se viene arriba en el éxito, en la ganancia, en la riqueza, en el lujo. En la vanidad: entre las burbujas y los batacazos se construyen los rascacielos.

Según demuestra, o más bien concluye, un análisis estadístico del que dio cuenta The Economist (Steel yourself, marzo de 2015) hace ya casi cinco años: Desde principios del siglo XX hasta la actualidad existe una clara correlación entre el final de un periodo de crecimiento acelerado (o sea, el comienzo de una etapa de desaceleración o recesión y, por tanto, crisis) y la erección de rascacielos. En realidad, los rascacielos se comienzan a levantar cuando los músicos del Titanic y algunas parejas de baile parecían no darse cuenta de que se iban a pique, cuando los zombis no sabían que ya no eran personas, que estaban muertos. El mamotreto, que tiene sentido en Manhattan, no sé si en Singapur y en otras millas de diamante, pero no en ciudades de provincia y a dos pasos de sus centros históricos, se finaliza cuando ya se está de fango hasta los ojos, con Nueva York o Chicago como protagonistas hasta que árabes y otros asiáticos se convierten -unos más que otros- en ricos riquísimos: el llamado Pánico de 1907 y el Singer Buiding; el Crack del 29 y el Chrysler y el Empire State, la Crisis del Petróleo y el World Trade Center y la Willis Tower; la crisis financiera asiática de 1997 y las Torres Petronas de Kuala Lumpur; la última crisis financiera global, ya en el XXI, y la ciudad que la tiene más larga, Dubái con la Burj Khalifa de casi 900 metros de altura.

A nivel de provincias andaluzas, el caso más paradigmático, si es que hay otro, es la Torre Pelli o Torre Sevilla, que se cierne, tan erecta como desproporcionada, sobre el centro de la ciudad (un dato importante), empequeñeciéndola para mayor gloria del arquitecto, ya fallecido, y la familia Noé de ocasión, donde no faltan políticos regidores y financieros que no vieron venir, o algo parecido, la brutal crisis que iba a asolar esa ciudad y todas las demás de España. En lugares autocomplacientes y poco críticos, como es el caso, la gente acaba por adorar a su Torre de Babel de andar por casa, a la que, tras el estupor por el exceso y el acero superlativo, se le acaba cogiendo el gusto: "Oye, ¿pues no que me está gustando?". Y no pasa nada, qué va a pasar, incluso en ciudades donde, si algo sobra a puñados, son los edificios de oficinas. La irracionalidad, la debacle y, en el mejor de los casos, la renovada esperanza siempre han sido ciclos sucesivos de los seres humanos. Y de sus artefactos.

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