James Rhodes en Sevilla | crítica

Rhodes, un pianista molón

El músico inglés durante su primer concierto en Sevilla.

El músico inglés durante su primer concierto en Sevilla. / Juan Carlos Muñoz

La llamada música clásica lleva décadas metida en un callejón sin salida: no solo se repite hasta la saciedad un repertorio fosilizado sino que sus músicos, frecuentemente vestidos como los de la orquesta del Titanic, están obligados a reproducir las maneras interpretativas de sus maestros y de los maestros de sus maestros, e incluso a competir directamente con ellos por culpa y gracia del facilísimo acceso a grabaciones de toda época. En mundos como el del piano esa competencia alcanza cotas de calidad profesionalmente crueles, y sin embargo -todo parece estar ya escuchado- el atractivo para el público es escaso.

Pero esa música sigue siendo maravillosa, y Rhodes consigue acercarla al público mimetizándose con el amiguete guay del espectador que toca el piano de su casa: ropa informal, explicaciones personalizadas (con mucho amor), un fuck you Trump para romper el hielo y una forma de tocar inteligente e implicada.

Rhodes, seguramente uno de los diez mil mejores pianistas del mundo -que, créanme, no es poco-, elige bien un repertorio bello y en general poco arriesgado (mucho adagio, poco presto), expone la música con claridad, se extasía en los tiempos lentos con buen sentido del color y una flexibilidad de tempo a veces un tanto efectista y dulzona, y visita más las dinámicas del piano que las del forte. Algo emborronado (aunque lo disimuló bien) en las piezas más virtuosas del concierto -Chopin y Rachmaninov-, su forma de tocar es en el fondo bastante convencional, con un buen legato y un fraseo amplio que funciona bien en el repertorio romántico pero resulta algo plano en Bach, transparente pero poco dicho y de articulación a veces pueril -como por demás sucede a muy reputados pianistas en el repertorio barroco- .

Por más que le ayude el dopaje extramusical no es poco mérito que un pianista clásico casi llene un auditorio del tamaño del Cartuja Center; su público, poblado de fans de mediana edad entregados de antemano, pidió las previsibles propinas: una bonita Danza de los espíritus bienaventurados de Gluck, un Intermezzo Op. 3, nº 1 de Brahms bello como es pero no más que correcto, y una elaboración del famoso tema silbado en El puente sobre el río Kwai -atribuida por Rhodes a un Beethoven borracho, pero es de suponer que del propio pianista- en un logrado y estricto estilo beethoveniano que, más allá de su apariencia frívola, volvió a recordarnos cómo el público responde con natural entusiasmo cuando se le facilitan los elementales mecanismos de la escucha, y cuán extraños son los esfuerzos historicistas a los que le obliga el académico mundo de la música clásica. Rhodes se salta esas barreras, y, por más que no aporte nada musicalmente nuevo ni sea un pianista genial, ahí está su mérito y por ello recibe como premio tratamiento de estrella.

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