Zimmermann & Perianes | Crítica

La viola elegante que nos habla

Tabea Zimmermann y Javier Perianes en el Patio de los Mármoles.

Tabea Zimmermann y Javier Perianes en el Patio de los Mármoles. / Festival de Granada / Álex Cámara

Si usted tiene un contacto más o menos cercano con el mundo de los conservatorios o de las orquestas (o es simplemente un melómano medianamente informado) habrá oído decir muchas veces que la viola es un poco el hermano pobre de la familia, y seguro que le han contado algún que otro chiste de violas. La causa de ese desdén (en el que hay mucho de fingido, de broma amable arrastrada desde antiguo) tiene en realidad un anclaje histórico bien conocido. Cuando en el siglo XV se definieron las cuatro voces de la polifonía clásica, entre la de tenor (que era la que en origen tenía la melodía) y la del superius (soprano) se coló una voz intermedia, la del alto, que servía simplemente de relleno armónico, de tal modo que cuando empiezan a formarse las familias instrumentales que conocemos hoy, en la de cuerda, la voz del alto (es decir, la viola) se vio constreñida a ese papel en apariencia menor.

Por supuesto que el rol de la viola es fundamental para el sonido de las orquestas, pero como solista los compositores le reservaron siempre un espacio más reducido, aunque no faltan los conciertos escritos para viola (desde Telemann a John Williams –sí, el gran maestro de la música cinematográfica–, pasando por Berlioz, Walton, Bartók o Penderécki), que en cualquier caso están menos difundidos y son menos conocidos que los compuestos para violín o violonchelo. En el ámbito de la música de cámara, hay que esperar prácticamente al siglo XX para hallar algunas grandes sonatas destinadas originalmente al instrumento como las de Paul Hindemith (violista él mismo), Dmitri Shostakóvich o Rebecca Clarke. A falta de un repertorio más amplio, la viola ha ocupado a menudo el destinado a otros instrumentos, y muchos grandes violistas se han hecho especialistas en transcripciones.

Así, la alemana Tabea Zimmermann (Lahr, 1966), una de las grandes violistas de nuestro tiempo, que ha recorrido todo el repertorio conocido del instrumento y buscado en otros muchos terrenos música que poder tocar con él. Pareja artística habitual del onubense Javier Perianes (Nerva, 1978) desde hace unos años (disco en Harmonia Mundi incluido), Zimmermann ha duplicado su presencia en el festival de 2022: tras el estreno orquestal de Mauricio Sotelo del miércoles, este concierto con Perianes del jueves, que resultó sencillamente excepcional.

En la primera parte pudieron escucharse dos obras del pleno Romanticismo germánico, habituales para los violistas, aunque ambas fueron en realidad escritas para clarinete y piano. Las 3 Fantasiestücke Op.73 de Schumann han tenido un éxito extraordinario y son tocadas por casi cualquier instrumentista, pero son las voces medias las que mejor les van (en mi opinión, el clarinete original resulta imbatible). Fue una presentación de credenciales estupenda por parte del dúo: la calidez de la viola de Zimmermann en perfecto equilibrio con un Perianes de sonido muy controlado en volumen y extraordinariamente afectuoso en el terreno expresivo, con un estallido soberbio de potencia sonora en la tercera de las piezas.

La Sonata de Brahms es otra cosa, porque aunque el compositor la destinara originalmente al clarinete, él mismo hizo la versión para viola inmediatamente (en previsión de que el clarinetista destinatario, Richard Mühlfeld, pudiera no estar dispuesto para el estreno por problemas de salud). Magistral interpretación, una vez más por el equilibrio verdaderamente mágico entre los dos solistas, con un primer tiempo casi en forma de recitativo, un brioso Scherzo, magníficamente contrastado con su sección central, y un sosegado y elegantísimo movimiento final en forma de variaciones. Este Brahms otoñal, desnudo, esencialista, no necesita más. Pureza de líneas, claridad, sin aditamentos ni arrebatos de ningún tipo. Calma y ternura. Poesía y sencillez.

En la segunda parte, Perianes empezó tocando una obra de Joan Guinjoan con especial delicadeza, incluido un detalladísimo trabajo sobre las dinámicas. Luego, Zimmermann volvió sobre una obra de Mauricio Sotelo, una pieza de su serie Muros de dolor, escrita en 2017 para la viola solista en forma de bulería. Se trata de una música muy agitada en su arranque (mucho bariolage, variados golpes de arco, contrastes dinámicos muy marcados) y con un delicioso pasaje modal y asordinado de cierre en el que la violista alemana dejó otra vez la impronta de sonido bellísimo y envolvente.

Vuelto el dúo a escena, nos quedó la parte verdaderamente okupa de la viola (y disculpen el barbarismo). Primero con las Siete canciones de Falla, en las que el instrumento parecía que verdaderamente nos hablara. En la eterna discusión sobre qué artefacto sonoro se parece más a la voz humana, la viola puntúa alto, y si yo tuviera que defenderla presentaría estas interpretaciones fallianas de Tabea Zimmermann, que ha asumido en ellas su papel de cantante con una elocuencia por completo deslumbrante. Cada inflexión, cada acento, cada matiz de las canciones originales de Falla adquirieron en su interpretación una hondura y una flexibilidad tales que es casi imposible pensarlas mejor dichas por garganta humana alguna. Tan asombroso que el Piazzolla de Le Grand Tango casi empezó resultando un anticlímax, como si el giro hacia el peculiar universo rítmico del músico argentino nos alejara de ese mundo idealizado y lírico que el dúo fue capaz de crear con la música de Falla. Aunque, al fin, la obra de Piazzolla sirvió para que la alemana mostrara otra cara de su perfil artístico, la de virtuosa brillante y desatada. En las propinas, el aria de la Bachiana brasileira nº5 de Villa-Lobos y el Tango de Albéniz, piezas ambas incluidas también en su disco publicado en 2020, Zimmermann y Perianes volvieron a un tono lírico, intimista, un punto nostálgico y tocado por lo que pudo ser el rasgo principal de su actuación, la elegancia, una elegancia subyugante.

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