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La batería golpea dos veces

  • 'Birdman' y 'Whiplash' asumen la batería, el ritmo y el lenguaje del jazz como insólitos y absolutos protagonistas de sus respectivas, originales y espléndidas bandas sonoras.

Ninguna de las dos ha conseguido colarse en el quinteto de finalistas al Oscar a la mejor banda sonora de este año, reservado para el francés Alexandre Desplat por partida doble (Descifrando Enigma, El Gran Hotel Budapest), el alemán Hans Zimmer (Interstellar), el británico Gary Yershon (Mr. Turner) y el islandés Jóhann Jóhannssón (La teoría del todo), posiblemente relegadas por el hecho de compartir su score original con música de repertorio (clásica en un caso, jazzística en el otro), algo que las estrictas normas de la Academia suelen mirar con lupa a la hora de conceder las ansiadas nominaciones.

Sin embargo, las bandas sonoras de Birdman (o la inesperada virtud de la ignorancia) (Milan Records), de Antonio Sánchez, y Whiplash (Varese Sarabande), firmada por Justin Hurwitz, se nos antojan como los dos grandes esfuerzos y logros músico-cinematográficos de la temporada de Oscar con el protagonismo insólito de la batería de jazz como instrumento central de su lenguaje, y no sólo porque, en el caso de la cinta de Damien Chazelle, la película esté ambientada y protagonizada por un esforzado estudiante de batería, sino porque la cinta de Alejandro González Iñárritu asume ya este instrumento como solista único de la música incidental del filme, funcionando como un verdadero pulmón narrativo y rítmico para su montaje, sin que de sus imágenes o su historia, ambientada en el mundo del teatro y los actores en crisis, se derive ninguna necesidad explícita de recurrir al instrumento.

Caso insólito, sí, azar de la temporada, que nos lleva a plantearnos hasta qué punto la música de cine no siempre debe sonar a música de cine y cómo el cine contemporáneo busca nuevas soluciones sonoras a viejos problemas narrativos y dramáticos, confirmando que la orquesta sinfónica, la melodía, la asociación temática y ciertos clichés significativos pueden no ser más que una de las muchas opciones y soluciones posibles para los cineastas.

En el caso de Whiplash, y al margen de algunas críticas procedentes del mundo profesional que retrata, es indudable que la elección de la batería nace condicionada por el propio guión que da forma a la historia personal de Chazelle como aspirante a batería de jazz en su formación en un conservatorio de prestigio.

Para la ocasión, en su argumento se citan algunos referentes históricos: nuestro protagonista escucha los virtuosos solos de Buddy Rich o Gene Krupa, quien precisamente fuera, junto con el personaje que interpretara Frank Sinatra en El hombre del brazo de oro (1955, Otto Preminger), uno de los contados bateristas protagonistas de un biopic cinematográfico, The Gene Krupa Story, dirigido por Don Weis en 1955 y protagonizado por Sal Mineo.

Rich y Krupa, el sonido expansivo, los arreglos y los espacios para la improvisación y los solos de big bands como la de Stan Kenton son los protagonistas de una banda sonora en la que, como decíamos, se intercalan piezas del repertorio estándar (del Caravan de Duke Ellington al eléctrico Whiplash de Hank Levy), junto con el score original, siempre en un mismo registro aunque funcionando indistintamente como música incidental y diegética, compuesto y arreglado por Justin Hurwitz, encargado de redoblar y acentuar la tensión y el duelo de egos de este filme sobre el esfuerzo, el sacrificio, la disciplina militar y el éxito con el aprendizaje y el mundo del jazz como trasfondo.

Más interesante aún es el trabajo del batería mexicano Antonio Sánchez, ilustre sideman y miembro del Pat Metheny Group, para Birdman, todo un ejercicio de libertad e improvisación que, como en aquella mítica banda sonora de Ascensor para el cadalso (1957, Louis Malle), en la que, según cuenta la leyenda, Miles Davis sopló su trompeta ante la pantalla hasta dejarse literalmente la piel del labio pegado a la boquilla en la grabación, confiere al, por otro lado, muy calculado y coreografiado filme de González Iñárritu, una poderosa cualidad abierta, laberíntica y eminentemente polirrítmica que sostiene e impulsa su tour de force en falso plano-secuencia mucho más allá de lo que el trabajo de puesta en escena o dirección quisieran para sus méritos.

El sonido de batería sucio y desafinado de Sánchez, cuyo trasunto aparece también en el filme en un par de secuencias de corte brechtiano interpretando en vivo su música dentro del teatro o en las propias calles de Broadway, reacciona ante y traslada a las imágenes el nervio de una historia de caos y crisis personal que va buscando su forma y armonía desde las digresiones, las entradas y salidas desde la ficción a la realidad y el constante juego de derribo de la cuarta pared que, en manos del director de Amores perros, peca de cierta ampulosidad, grandilocuencia y exceso.

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