Donald Trump, de nuevo en el tablero estratégico
Análisis
La cómoda victoria electoral del ex presidente Trump –y del movimiento que él lidera en el Congreso y el Senado– ha venido a llenar de incógnitas el tablero estratégico internacional. Sus promesas son bien conocidas: él no ha venido a empezar nuevas guerras sino a terminar las que ya existen. En esta línea argumental, en algunos momentos de su campaña ha asegurado que pondrá fin a la guerra de Ucrania en 24 horas. Más recientemente, su círculo más cercano ha hecho públicos sus deseos de que la guerra de Gaza esté finalizada cuando asuma la presidencia, el 20 de enero de 2025.
Cuando es la paz lo que está en juego, ¿cómo no compartir los buenos deseos de Donald Trump? Pero una cosa es predicar y otra dar trigo. ¿Cuál es su receta? Tiene las mismas herramientas que Biden, y todas tienen un valor limitado, particularmente en un mundo dividido como el que vivimos. Ni las sanciones económicas han frenado a Putin, ni las presiones políticas sobre unos y otros han servido para poner fin a la guerra de Gaza. Y de la fuerza militar ¿para qué hablar? Ni siquiera el inmenso poderío de los EEUU parece capaz de impedir que los hutíes sigan atacando a los buques mercantes en el mar Rojo.
El diablo está en los detalles. Gandhi, que era un verdadero pacifista, pidió al pueblo británico que se rindiera ante Hitler. Su mensaje era equivocado, pero coherente. El presidente Trump no va por ese camino y, aunque no fue especialmente agresivo en su anterior mandato, demostró mano dura contra las tropas de Bashar al Asad en Siria y se despidió de su cargo ordenando el asesinato del general iraní Qasem Soleimani en Iraq. “Tomamos acciones anoche para detener una guerra, no para comenzar una guerra”, dijo entonces. ¿Es esa la manera en la que pretende alcanzar sus objeticos pacificadores?
Es pronto para valorar las decisiones concretas del presidente Trump en relación con las contiendas de Ucrania y Gaza. A menudo –y no podemos decir que sea el único culpable de ese pecado– el magnate reconvertido en político se ha desentendido de sus promesas electorales. Pero no hay riesgo en predecir que, bajo su presidencia, los Estados Unidos se van a replegar en sí mismos económica y políticamente. Desde la perspectiva estratégica, es seguro que el continente europeo perderá prioridad en beneficio del Indopacífico, donde se encuentra el verdadero rival geopolítico de los EEUU en el largo plazo: China.
A falta de una bola de cristal que nos enseñe el futuro, los seres humanos tenemos la historia como guía. Haciendo memoria, el previsible desplazamiento del centro de gravedad hacia el continente asiático no es la primera vez que ocurre. En la segunda década del siglo pasado, el presidente Woodrow Wilson ya transitó por ese camino hasta que la Primera Guerra Mundial –que quizá podría haber evitado si él hubiera puesto el enorme peso de los EEUU en la balanza antes de la guerra– le obligó a derramar cuantiosa sangre norteamericana en los frentes de Europa.
Como aquella lección se olvidó demasiado pronto, tropezó en la misma piedra Franklin D. Roosevelt en las vísperas de la Segunda Guerra Mundial. Bajo su mirada ausente, se fueron poniendo los cimientos de un enfrentamiento entre las potencias europeas que dejaría más de 60 millones de muertos en todo el mundo. Un enfrentamiento al que los Estados Unidos, que quizá podrían haberlo impedido de haber tomado partido a tiempo, se verían finalmente arrastrados. No quería caldo el presidente Roosevelt y se tuvo que tomar dos tazas.
Es posible que Donald Trump, un presidente quizá más trumpista que republicano, tropiece en la misma piedra en la que ya lo hicieron Wilson y Roosevelt, dos demócratas. Bajo su presidencia, volverá a florecer el aislacionismo en los EEUU Pero la responsabilidad de Washington –por inacción– no puede hacernos olvidar que la culpa de ambas guerras recayó en Europa. Y eso no debería volver a ocurrir. Cuando parece que podría retirarse el paraguas norteamericano que nos ha protegido desde el final de la Segunda Guerra Mundial, no es momento de lamentarse sino de encontrar alternativas que nos den la seguridad que antes recibíamos gratuitamente.
¿Cuáles son esas alternativas? Común a cualquiera de ellas está el rearme europeo, imprescindible para jugar un papel en un mundo en el que, desaparecida la ONU como en su día la Sociedad de Naciones, ha vuelto la lacra de la guerra y, con ella, la pragmática idea de que solo quien está preparado para ganarla puede evitarla. Pero no me entienda mal el lector. Cuando hablo de rearme no me refiero exclusivamente a la compra de armas, sino al robustecimiento de cada uno de los elementos que, según explicó Clausewitz, conforman el poder militar: el liderazgo, el pueblo y los ejércitos. De los tres vértices del triángulo definido por el pensador prusiano, el militar es, a pesar de sus carencias, el que menos debería preocuparnos. ¿Veremos algún día a los líderes europeos ceder parte de su soberanía para algo tan concreto como definir una posición común –aunque no sea exactamente la que guste a nadie, que eso es lo que tienen los compromisos– en la guerra de Gaza? Si no es así, Europa merecerá perder todo papel en la dirección de los asuntos globales y cada una de sus naciones se verá obligada a arrimarse a cualquiera de las grandes potencias para mendigar seguridad.
Al tiempo que recupera el músculo militar –y ese es un proceso que solo está comenzando– Europa tiene dos caminos para elegir. Puede renunciar al vínculo trasatlántico y buscar un difícil protagonismo en solitario o integrarse con los EEUU en un frente que defienda los valores democráticos que creemos necesarios para crear un mundo mejor. Cuando vemos como las autocracias superan sus enormes diferencias –el imperialismo ruso, el comunismo dinástico norcoreano y el radicalismo religioso iraní no tienen problemas para presentar un frente unido– sería una pena que las democracias libres no consigan apearse de sus posiciones inamovibles por un quítame allá esas pajas.
Volviendo al presidente Trump, si nos atenemos a lo que ocurrió en su primer mandato, la OTAN está en peligro de desnaturalizarse. Sería una pena, porque a Europa y al mundo les conviene que la Alianza Atlántica –una de las más valiosas formas del compromiso entre las democracias occidentales– se mantenga sólida. Basta ver lo mucho que su existencia molesta a personajes como Putin o Xi Jinping. Los europeos queremos a los EEUU en ella, sobre todo ahora que renace la amenaza en el este, pero algo habrá que darle a Washington a cambio.
En el Concepto Estratégico de Madrid se aprobó un enfoque 360 grados de la seguridad que supera los límites geográficos del Tratado de Washington. Quizá ese novedoso enfoque –tan válido para aliviar las inquietudes de los EEUU como las de España– pueda servir como viga para apuntalar el compromiso. Pero la palabra clave es la de compromiso. Trump nos gustará más o menos, pero si queremos que Washington siga dando seguridad a Europa habrá que hacer algo más que repetirle lecciones que su pueblo, con la fuerza de sus votos, ya ha rechazado.
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