Cultura

Crímenes y criminales

Guy Haines es un joven arquitecto al que empiezan a irle bien las cosas; ha conseguido sobreponerse a un matrimonio fracasado gracias a Anne, una mujer maravillosa locamente enamorada de él, y tiene en perspectiva algunos sustanciosos proyectos. Lo único que se interpone entre Guy y la felicidad es Miriam, su esposa, que se niega en rotundo a concederle el divorcio. Durante un viaje en tren conoce a Bruno, un zángano con un galopante complejo de Edipo que dedica su tiempo libre -en fin, todo su tiempo- a emborracharse e imaginar maneras posibles de acabar con su progenitor. Mientras charla con el arquitecto, Bruno cree hallar la fórmula del crimen perfecto: el intercambio de víctimas; él podría eliminar a Miriam mientras Guy está a miles de kilómetros de distancia, permitiéndole así hallar una buena coartada -convencido además de que la policía jamás lo relacionaría con la mujer; después de todo, para Bruno, ella es una simple desconocida-; a cambio, Guy debería asesinar a su padre siguiendo idénticas pautas. Guy no se toma en serio el ofrecimiento; Bruno, sí. Y tras estrangular a Miriam exige al otro que cumpla su parte...

Éste el retorcido (y sugerente) punto de partida de Extraños en un tren (1950), el exordio de Patricia Highsmith en la novela. El libro fue muy bien recibido y un Hollywood siempre hambriento puso inmediatamente sus ojos avizores en él. El ángel custodio de la autora tampoco la abandonó en esta tesitura, pues la idea de adaptarlo se le ocurrió a Alfred Hitchcock, nada más y nada menos. Hitchcock encargó la adquisición de los derechos a su agente aconsejándole que lo mantuvieran a él al margen para evitar que la venta se disparara. Según Donald Spoto, los derechos de adaptación habrían costado 7500 dólares para alborozo de Hitchcock y descontento de Highsmith. Quizás hubiera podido sacar una tajada mayor; no obstante, la película contribuyó decisivamente a poner en órbita a la escritora con apenas treinta años. De no haber sido por el cine su carrera literaria no habría sido tan meteórica, aunque ella, hay que reconocerlo, tampoco se durmió en los laureles. Patricia Highsmith mantuvo su estatus de "reina de la novela criminal" durante más de cuatro décadas, gracias a un trabajo constante y notable.

Para la redacción del guión, Hitchcock quería un nombre de peso. Según parece, intentó entablar contacto con Dashiell Hammett, infructuosamente. Decidido a no bajar el listón, se decantó entonces por Raymond Chandler, que tenía una considerable experiencia como guionista... y una pésima relación con Hollywood. La experiencia acabaría reafirmando a éste en sus convicciones: Hitchcock prescindió de sus servicios, pues no lograban entenderse -sustituyéndolo por un desconocido: Czenzi Ormonde-, y el novelista despotricó a su costa una temporada. En una carta a un ejecutivo de la 20th Century Fox, se explayó a su gusto: "Hay dos clases de guionistas -escribía Chandler en 1951-. Están los técnicos aptos, que saben cómo trabajar con el medio y cómo subordinarse al uso que hará el director de la cámara y los actores. Su trabajo es acabado, eficaz y enteramente anónimo. Nada de lo que hacen lleva el sello de la individualidad. Después está el escritor cuyo toque personal es lo que lo hace escritor. Obviamente, un escritor de este tipo nunca debería trabajar para un director como Hitchcock, porque en una película de Hitchcock no debe haber nada que el mismo Hitchcock no haya podido escribir". Sobran los comentarios.

El filme resultante -menos feroz que el libro, quizás más lúcido- es hitchcockiano hasta la médula: recuérdense sus primerísimas imágenes, esos planos de sendos pares de zapatos que se apean de un taxi, caminan a lo largo de la estación, suben a un tren, lo recorren y coinciden en el mismo vagón... Con semejante planteamiento, Hitchcock nos mete de lleno en la acción y establece una sutil identificación entre los protagonistas. Y es que no estamos ante un simplista enfrentamiento entre el Bien y el Mal, sino a un inteligente juego de espejos. En la novela y en la película hay un mismo empeño en trenzar bien las mimbres de la trama, describir con rigor las pulsiones de los personajes, y meterlos en el mismo saco. Hitchcock y Highsmith ven a Guy y Bruno como el anverso y el reverso de una misma moneda. Es una pena que ambos autores no volvieran a coincidir. Sus historias son tanto intrigas criminales como retratos de mentes criminales, y nos advierten (y demuestran) que estos hechos pueden darse cualquier día, en cualquier esquina, y ser cometidos por esa vecina a quien saludamos en el ascensor cada mañana o el tipo del quiosco donde acabamos de comprar el periódico.

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