Cultura

Fahrenheit 451

  • No se puede negar la asombrosa capacidad profética de Bradbury ya que 60 años después nuestra sociedad se parece bastante a la que él imaginó

"Fahrenheit 451: La temperatura a la que el papel de los libros se inflama y arde". Así comienza la famosa novela de ciencia ficción del mismo título escrita por Ray Bradbury en 1953 y posteriormente adaptada al cine por François Truffaut en 1966. La historia se desarrolla en un futuro no demasiado lejano en el que el protagonista, Montag, pertenece a un peculiar cuerpo de bomberos que con el anagrama F451 inscrito en sus cascos se dedican no a la tarea de extinguir incendios (las casas de ese momento se supone que están construidas con materiales no inflamables) sino que tienen la misión de provocarlos por el procedimiento de quemar cualquier libro que encuentren.

La razón de la existencia de tan contranatural servicio público hay que buscarla en que, en ese hipotético futuro, los libros son considerados objetos indeseables porque, según el gobierno, leer llena de angustia a los ciudadanos y les impide ser felices al obligarlos a reflexionar sobre la realidad que les rodea, en consecuencia, el trabajo de Montag y su patrulla es encontrar los libros, rociarlos con petróleo y quemarlos con diligencia y eficacia sin cuestionarse en ningún momento el por qué de lo que hacen.

Tras una dura jornada laboral ejerciendo de cualificado pirómano, Montag llega a casa donde le recibe sin demasiada efusividad su esposa, una mujer que se pasa el día mirando ensimismada la pantalla de televisión que ocupa toda una pared del salón de la casa y que, al parecer, le proporciona todo el entretenimiento y la información que necesita. Será el casual encuentro con otra mujer lo que le hará cuestionarse su manera de vivir y despertará en él su curiosidad sobre los libros que quema. El bombero siente una atracción instantánea por Clarisse (papel encarnado por nada menos que por una Julie Christie en el esplendor de su belleza justo después de haber dado la réplica como Lara a Omar Sharif en Doctor Zhivago). De ella aprenderá el motivo por el que los libros son tan temidos por los gobernantes: "leyéndolos, las personas querrían pensar por sí mismas".

Convencido, ya sea por la solidez de los argumentos de la chica, ya por sus encantos corporales o por ambas cosas a la vez, el bombero reniega de su vida incendiaria y termina abandonando a su mujer que está completamente absorbida por esa sociedad enfermiza al punto de ser ella misma quien decide denunciarle a las autoridades. Así Montag un día se sorprende al ver que la tarea de su patrulla es quemar su propia casa. Descubierto, el ya ex bombero pasa a la clandestinidad, se reencuentra con Clarisse y entra a formar parte de los "hombres-libros" un grupo de personas que habiendo logrado burlar a la ley, se aprenden un libro de memoria -cambiando incluso su nombre por el del libro y su autor- al objeto de conservarlo sin caer en el delito, esto es, reinventan la tradición oral de los pueblos primitivos ya que aunque se quemen todos los ejemplares de una obra, su contenido se perpetuará para conocimiento de las futuras generaciones de insurrectos contra el sistema a través de los "libros vivientes".

No se puede negar la asombrosa capacidad profética de Bradbury ya que apenas 60 años después, nuestra sociedad se parece con bastante exactitud a la que él imaginó: hedonista, infantilizada y conformista. La televisión ocupa el lugar principal en las relaciones familiares y es a través de ella, como los ciudadanos obtienen la información y el entretenimiento que los poderes públicos consideran oportunos. Es el mejor de los instrumentos políticos ya que cumple con extrema eficacia el triple objetivo para el que se programa: adormecer las conciencias, crear opiniones favorable a los poderes instituidos y controlar a las masas. Sin embargo, en el asunto de los libros el novelista americano se quedó corto ya que si bien acertó de pleno al profetizar que en el futuro se leería muy poco y se pensaría menos; sobrestimó al hombre común al considerar que sería necesario que los gobernantes cercenaran o, al menos, entorpecieran las posibilidades de acceder a la cultura y el conocimiento puesto que, en caso contrario, la gente -se supone que ávida de saber- se podría instruir y rebelarse contra el orden establecido.

En realidad no ha sido necesario quemar libros porque lo que están haciendo es "quemar" nuestras neuronas. Han bastado unos cuantos años de escuela "moderna y progresista" para que un elevado porcentaje de niños (españoles) terminen el periodo escolar adoleciendo de una total falta de comprensión lectora, es decir, no entendiendo ni jota de lo poco que leen porque algo tan vital como la lectura que antaño se fomentaba obligando a los alumnos a leer en voz alta en clase (amén del pertinente dictado diario) hoy es considerado un asunto secundario frente al objetivo principal de adoctrinar a los niños con asignaturas como Educación a la ciudadanía que les preparará para ser "buenos ciudadanos" en el sentido políticamente correcto de la expresión.

Si a este "entontecimiento" de la enseñanza le sumamos el encandilamiento producido por las novedades tecnológicas que permiten que la gente se entretenga sin discurrir; resulta bastante lógico que el simple hecho de abrir un libro se convierta en una penosa tarea que pocos individuos están dispuestos a emprender. La esclavitud intelectual es mucho más sofisticada que la descrita por Bradbury. No es que el Estado no quiera que piensen sus súbditos, son estos los que abominan de tener que realizar una actividad tan engorrosa y aburrida. Ni siquiera es necesario destruir los libros -es más, cada año se publican más títulos- las autoridades son conscientes de que no hay peligro... nos acercamos diligentemente a nuestro grado óptimo de idiotización: "Twiter te hace pensar que eres sabio; Instagram que eres fotógrafo y Facebook que tienes amigos... El despertar va a ser muy duro".

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