Uno, cuando decide -si es que este verbo tiene cabida dentro de la irracionalidad futbolística- hacerse hincha de un equipo pequeño, jamás espera vivir algo como lo que estamos afrontando los aficionados de la UD Almería. El liderato, las seis victorias consecutivas, el hecho de ser el equipo más goleador y el menos goleado, la etiqueta de mejor visitante y mejor local o la enorme distancia con los perseguidores más inmediatos son algunos de los títulos honoríficos que ahora mismo nos sobrepasan. Pero hay algo que también destaca en este equipo: las muchas caras que tiene, un aspecto que en ocasiones suele tener una connotación negativa, pero que en este caso se torna en un arma letal. Rubi ha conseguido confeccionar un plantel que se siente cómodo en diferentes contextos en función del rival, del escenario y del momento. Tanto es así, que en esta racha triunfal hemos visto choques tan dispares como el abusivo recital de Anduva, las trabajadas victorias ante Real B o Ibiza, los grises encuentros frente a Leganés y Sporting o la gran forma de gestionar el choque contra un Burgos que entregó el balón a los andaluces. Sin embargo, pese a lo diferentes que fueron entre sí estos encuentros, todos tuvieron un denominador común: los de Rubi, de una forma u otra, siempre tuvieron opciones de llevarse los tres puntos, como acabó sucediendo. En cada una de estas jornadas -y en la mayoría de las anteriores- los rojiblancos dieron la sensación de tener un plan, de esconder una alternativa, de confiar en lo que hacían. El gran triunfo de Rubi está siendo el saber adaptar el equipo a las distintas situaciones que se plantean. Y, aunque una victoria puede depender de algo tan frágil como que el rival falle un gol a puerta vacía, lo cierto es que las del Almería se cimentan en algo más. En una especie de fe inquebrantable en lo que los jugadores llevan a cabo. En la seguridad de sentirse superiores. En la facilidad de cambiar sobre la marcha. Y, cuando esto sucede, es más fácil llevarse los puntos.

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