Diego Martínez López

Profesor de Economía · Universidad Pablo de Olavide

¿Armonización fiscal, sí o no?

No es un ejercicio de corresponsabilidad exhibir rebajas de impuestos al tiempo que se piden más recursos al sistema o se incumple el déficit público

¿Armonización fiscal, sí o no?

¿Armonización fiscal, sí o no?

LA política y los medios de comunicación tienen la capacidad de poner en candelero expresiones que, de otra forma, permanecerían en el argot de expertos e iniciados. ¿Recuerdan la famosa prima de riesgo? Hace una década convivía con nosotros a diario: surgió de las oscuridades de los mercados financieros y luego, afortunadamente, se fue por donde vino. Algo similar ocurre, salvando las distancias, con las palabras armonización fiscal. En su momento transitaba por terrenos académicos pero, de un tiempo a esta parte, se ha convertido en grave acusación contra la libertad, dicen unas, o la equidad, dicen otras. Este artículo pretende escarbar en el significado original del término para situarlo así en el correoso contexto actual. 

La necesidad de homogeneizar (que no uniformizar ni centralizar) las políticas tributarias de ayuntamientos, regiones o Estados se viene explicando en las Universidades desde hace décadas con sencillas herramientas de teoría de juegos. Pero no es necesario ir tan lejos para entender por qué la mayoría de los economistas dedicados a la hacienda pública estamos a favor de algún tipo de armonización fiscal. Por dos potentes razones que están gravadas en el ADN de nuestra profesión: eficiencia y equidad.

Confiamos en que el mercado es la mejor guía para que ciudadanos y empresas decidan, entre otras cosas, dónde establecerse. Así, la mayoría de economistas pensamos que las diferencias fiscales no debieran influir en la decisión sobre dónde vive una familia o se instala una empresa. Consideramos, por el contrario, que las preferencias y productividades (relativas) son mejores criterios para decidir localización y favorecer la eficiencia.

No obstante, también sabemos que los gobiernos no solo interfieren en ese mundo idealizado a través de impuestos (más o menos elevados o reducidos) sino con gasto público. Y conscientes de esa realidad, admitimos que puede ganarse eficiencia si los movimientos de personas y empresas se producen mirando el menú fiscal completo. Esto es, no solo los impuestos sino también los gastos que ese gobierno, más o menos intervencionista, proporciona. No en vano, el que los ciudadanos emigren o voten por un determinado gobierno según su menú fiscal es una forma de casar la realidad con las preferencias de esos ciudadanos.                           

Ahora bien, existen al menos dos condiciones para que esa movilidad guiada por motivos fiscales no vaya en detrimento del bienestar general de un país como el nuestro, si pensamos en las Comunidades Autónomas. Una es que una política de bajos impuestos no desemboque en desequilibrios fiscales o demandas de más recursos de un modelo de financiación común que, de una u otra forma, debemos soportar todos. Supondría también un perjuicio en términos de equidad. Fíjense en el ejemplo de la Comunidad de Madrid, paradigma de impuestos reducidos: quejas por infrafinanciación y un cumplimiento de los objetivos de déficit público no mejor que el de Asturias, Canarias, País Vasco, Galicia o La Rioja.   

Con otras palabras, no es un ejercicio de corresponsabilidad fiscal exhibir reducciones de impuestos al tiempo que se piden más recursos al sistema o se incumplen los objetivos de déficit público. Si se bajan impuestos, hay que apechugar también con una menor capacidad financiera para el gasto público. Y frente al argumento de que bajando impuestos se recauda más que si no se redujesen, dados los tipos que tenemos en España, simplemente afirmar que no merece la pena entrar en discutir creencias, sino solo evidencias basada en datos.  

Y hay una segunda condición a fin de aceptar una movilidad por motivos fiscales que no sea dañina para el bienestar común. A saber, que esa emigración en busca de menores impuestos, y no siempre consistente con que deberían recibirse en consecuencia menos servicios públicos, no perjudique a las regiones emisoras en forma de huida de bases imponibles. En efecto, la fuga de, principalmente, empresas de un territorio es la consecuencia de una competencia mal entendida.

Como decíamos más arriba, ciudadanos y empresas moviéndose por motivos fiscales, con la restricción presupuestaria de los gobiernos receptores desequilibrada, no solo atenta contra la eficiencia. También obligaría a las regiones de las que emigran a elevar su presión fiscal sobre los que se quedan, a fin de mantener un determinado nivel de recaudación, con el inevitable deterioro de la equidad. Se pagarían impuestos más elevados en algunos territorios no como consecuencia de las preferencias de sus votantes sino para compensar la huida de contribuyentes. Tampoco se acepta aquí el argumento de que bajando impuestos se recauda más: pregunten a responsables de hacienda y que respondan como si nadie les escuchase.     

En definitiva, no se trata de centralizar o uniformar impuestos sin más pues muchos de ellos admiten una descentralización razonable. Tampoco de entregarlos a una competencia fiscal desaforada, con costes sobre la eficiencia y la equidad. La armonización fiscal es una cuestión de grado, que consiste en situarse entre esos dos extremos polares. Como ha ocurrido con los impuestos indirectos en el ámbito de la Unión Europea.

Este planteamiento moderado obliga a descartar oxímoron del tipo “armonizar a la baja”. ¿Qué es eso de “armonizar a la baja”? Quiénes lo defienden, a mi juicio, o no saben de qué hablan o no cuentan con suficiente honestidad intelectual como para llamarla competencia fiscal. Que por otra parte es muy legítima y atractiva pero que hay que situar en su dimensión completa, a saber, menos impuestos conducen a menos capacidad de gasto para la Administración. Lo cual, insisto, se puede defender desde el punto de vista político con suficiente soltura y fundamento y sin esconderlo debajo de la alfombra.

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