Lo del miércoles nos superó a todos. Con la ciudad engalanada, la afición entregada, el club desatado y artistas locales sacando canciones a modo de ánimo, pocos pensábamos en la debacle. Un servidor, osado, habló en su círculo de ambiente de Primera. ¿Cómo no creerlo? Almería era folclore en torno a su equipo. Nada que ver con lo vivido en agosto del pasado año, cuando encaramos el playoff moribundos y sin ilusión. Esta vez, todo parecía alinearse para vibrar. Todo, excepto lo más importante: el equipo.

El 2-0 en el minuto 5 nos devolvió a la realidad. A ser quienes somos. Nos agarró al asiento y nos impidió seguir volando. Un jarro de agua fría. Un bochorno con todas las letras. Una decepción como pocas antes habíamos vivido. Y hemos vivido muchas. Tras el partido, silencio. Apenas una tristona rueda de prensa de Rubi que echarse a la boca. Ni rastro de la efusividad que desprendía el club a escasas horas del comienzo. Ni un solo jugador dando la cara. Ni un mensaje en redes sociales. Nada. Desolación. Como entrar a una discoteca cuando la fiesta ha concluido. El confeti por el suelo, alguna copa derramada que se te adhiere al zapato, esa chaqueta manchada olvidada en un rincón y las luces apuntándote, invitándote a salir de ahí, diciéndote que ya no pintas nada. Y silencio. Silencio absoluto. Durante estas horas, ha habido voces tímidas que han querido romperlo con aires de remontada. Pero no. Esta vez no. No. No.

Hoy, 456 días después, volveré al Mediterráneo. Me sentaré, como en cualquier partido normal, con mi elástica rojiblanca. Me levantaré cuando haya un acercamiento. Haré palmas en un córner a favor y me arrancaré a cantar si el Mediterráneo se viene arriba. Pero que nadie me pida más. No puedo creer en nada más. Es imposible. Salvo que marquemos el 1-0. Ahí, entonces, todo esto no será más que palabrería. Hablar para, a la hora de la verdad, actuar de forma contraria a lo promulgado. Como hizo el club durante la semana. En realidad no somos tan diferentes.

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