Análisis

GONZALO ALCOBA GUTIÉRREZ

Las Bodas de Oro¡Por otra vida juntos!

Cincuenta años de matrimonio;casi toda una vida el uno junto al otro. Y rodeados en una gran celebración por sus hijos, amigos y demás acompañantes, la tarde transcurre entre brindis, vítores, alcohol y hechos propios del aniversario.¿O quizás haya algún acto no tan cotidiano en el transcurso de la celebración?Es evidente que cuando se pronuncia un discurso ante un auditorio ya de por sí entregado y sumergido en los humores alcohólicos, hay pocas posibilidades de ser entendido

Así, entre signos de admiración, la optimista divisa adornaba, con letras doradas, un inmenso cartel de cartón piedra, suspendido sobre las blancas cabezas de los anfitriones: él, recio, consistente, panzudo, con sus ojos azules ligeramente miopes; parecía un animal viejo, tontorrón, noble, aspirando a cosas sencillas, como un vino negro y sólido y una de esas carnes sangrantes que le había prohibido su cuñado, el aguafiestas que estudió medicina. Ella, de su misma edad, setenta años, conservaba su belleza canónica desde la juventud; alta y extrovertida, inteligente, siempre subida a unos tacones imposibles, se había dejado por fin el pelo blanco, harta de fingir una edad que no le era necesaria.

La tarde empezó bien. Saúl, el mayor, con su horrible tono paternalista pudo haberlo arruinado todo, pero no lo hizo. Llegó apocado, idiotizado, como dijo después su madre, cuando ya todo había acabado y no había más remedio que dar detalles. Luego se supo que Lara, su mujer, le había liado una tan gorda una hora antes que el pobre andaba desorientado. No había ninguna vinculación, por tanto, entre ese cambio de actitud y lo que iba a pasar después, obviamente.

Marta y Raúl tomaron asiento a ambos lados de su hermano mayor, que miraba el plato aun vacío, sin nada más que una servilleta de tela blanca, colocada formando una de esos conos tan bien logrados que, desarmado antes de tiempo, ningún comensal es capaz de reconstruir. -¿Qúe pasa?...- alcanzó a preguntar Marta mientras besaba a Saúl, pero no esperó la respuesta, ni ésta llegó a salir de los encogidos labios de su hermano, porque todos los demás invitados prorrumpieron en gritos y aplausos. Cuando los hermanos miraron a los dos ancianos en que sus padres se habían convertido, estos se besaban con dureza y algo de violencia contenida. El público atribuyó esa fiereza a la pasión; y algo de razón tenía.

Corrió el vino. Denso y áspero, a su gusto. Y la cerveza, bien fría, aligeró las gargantas abrasadas por el calor de aquella primavera a pleno sol. Aún quedaban amigos pero eran más viejos de lo que estaba permitido en aquella fiesta y, por fortuna, se marcharon pronto. Los sobrinos aplaudían y bailoteaban alrededor de la pareja con esa complacencia inducida por el ambiente sugestivo y el alcohol, que lleva a creer que uno conoce y quiere tanto a alguien como jamás los ha conocido ni querido. A eso de las siete, cuando los pies comenzaban a despojarse de las ataduras del calzado, el azúcar de la ginebra derramada hacía imposible posar las manos en las mesas y el calor había remitido, él mandó parar a la orquesta local que había contratado y golpeó con pretendido ritmo su copa de cava, pidiendo silencio. Pasaron treinta o cuarenta segundos hasta que el último colaborador ocasional tuvo que chistar entre el murmullo y el último borrachuzo dejó escapar su atisbo de risa interrumpida. Entonces él extrajo una cuartilla de su americana, ceñida, contra el plan del sastre, y empezó a leer:

Han pasado cincuenta años, querida mía, y sigues siendo imprescindible para mí. Mi único asidero, el latido más exacto de mi corazón, la droga que me mantiene despierto. Cincuenta años y cincuenta más que pasen. Eres mi destino. Tu vida es mi tiempo. Eres el tiempo de mi vida.

Todo el mundo se deshizo en aplausos. La mayoría no oyó ni una palabra, otros no escucharon nada o solo alguna parte aislada del texto leído. Luego se dijo que él debía sospechar algo, pero no existe ninguna evidencia de que fuera así. Es evidente que cuando se pronuncia un discurso ante un auditorio ya de por sí entregado y sumergido en los humores alcohólicos, hay pocas posibilidades de ser entendido. Todos han llegado a la conclusión de que aquellas palabras solo fueron un intento vano de resultar poético.

En cualquier caso, ella pareció apreciar el esfuerzo literario de aquel perrazo fiel, más acostumbrado al whisky que a los versos y lo besó en los labios. -¡Feliz aniversario! -gritó alguien que no era uno de los hijos; y la música se reanudó con más vigor, con más volumen y con menos luz, hasta que ésta desapareció por completo del horizonte.

Fue entonces cuando él se levantó, con su deambular pesado, a un tiempo abatido y seguro, que le daba aspecto de anciano apacible y sabio y se dirigió al baño. Ella lo siguió y todos pensaron que iba a ayudarlo con la cremallera o, quién sabe, que le llevaba la pastilla contra el colesterol. Y así debió de ser realmente, porque algunos dicen que los vieron llegar y salir juntos del servicio. Después entraron en la casa y todo el mundo se olvidó de ellos. Al fin y al cabo, la fiesta se había convertido ya en un asunto de la tercera generación.

Dos horas después, Saúl y Marta seguían en la mesa apurando sus tragos. Raúl se había marchado. Ella salió entonces de la casa con un abrigo bien cruzado y una tranquilidad evidente en el semblante. Llevaba una bolsa de viaje muy elegante, tachonada de falsas perlas que formaban el nombre de una marca cara. Como siempre, calzaba altos tacones negros e iba muy bien peinada y maquillada. -Saúl, dijo en un tono quedo y difícilmente audible, acompáñame, necesito que me lleves a comisaría. He matado a tu padre.

Cuando la policía y el forense llegaron, la reunión se había disuelto, pero quedaban los restos de ciertos desenfrenos. Atravesaron el jardín, esquivando el confetti y algunas copas rotas, acompañados de ella y un Sául fuera de si. Él yacía en su sillón de piel, con la cabeza apoyada en las orejeras, las manos tendidas sobre los brazos y los pies ya ceñidos en sus pantuflas. Se diría que reposaba. Tenía, sin embargo, la frente abierta y una masa de sangre y viscera se arrastraba pesadamente por su tabique nasal. Ella, con una serenidad próxima a la placidez, señaló a la mesita auxiliar para que los agentes se apercibieran de la llave inglesa que había hundido más de cinco veces en el cráneo de su esposo el día de sus bodas de oro. La expresión de él había quedado congelada, quedaba en sus ojos, ya inertes, los restos de una expresión de espantosa sorpresa, un sentimiento que debió durar solo unas décimas de segundo.

Cuando la desnudaron para inspeccionarla en la sala de admisiones en prisión, aún podían apreciarse las cicatrices de las quemaduras de cigarros en el vientre y los pechos. Dijo calmada, satisfecha, pero no feliz, que ya nunca más entraría un cigarro en su casa. Y así debió ser.

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