La tauromaquia está en crisis y el siempre entusiasta y voluntarioso Enrique Romero divulga durante la temporada las faenas más vibrantes por los cosos de nuestro país mientras descubre por las fincas las interioridades de la vida íntima en la naturaleza de vaquillas, novillos y becerritos. Los cuernos de España están bien a salvo en Canal Sur, pero por si lo cornúpeto estaba necesitado de apoyo popular, ahí está Mediaset para contribuir por su cuenta a este servicio 'púbico'.

Toros para todos aparece también en La isla de las tentaciones. Y un tal Christopher se ha convertido en el primer concursante que merece oírse con la banda sonora de Orobroy con la que nos obsequia en los domingos soleados el bueno de Romero y su sonrisa didáctica.

De sonrisa le queda poco a Christopher, huido por la oscuridad playera, gimiendo como un descosido y consolado por los amigos de penurias y piscinas tropicales. Él ya lo acaba de ver todo. A Rubén, uno de los maromos azuzados en la otra villa, se le veía que llegaba con ganas de embestirse a Fani, a Estefanía, y al final la pareja de Chistopher ha caído en la cama para desconcierto de su novio de siete años. Menudo cadalso.

Tanto tiempo, pensará el agraviado, para acabar así ante 3 millones y pico de espectadores. Este concursante se ha convertido ante España y sus redes en un emblema del engaño. Qué digo engaño, es la representación máxima del ungulado herido.

Mónica Naranjo, sacerdotisa y terapeuta de esta pandilla de fin de curso, insiste en que el programa viene a poner a prueba a todos. Hasta dónde son capaces de divertirse sin excederse, de conocer al otro sin llegar a la traición, sin romper la confianza de una pareja. Bueno, esto es una excusa como cualquier otra. El público pide cotilleo colectivo y sabe lo que quiere. Y Mediaset se lo da. La isla de las tentaciones es una exhibición taurina más rentable que la temporada de de la Maestranza. Un espacio de teoría y práctica de caer en la tentación sin librarse del mar. Amén.

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