La Copa del Rey tiene una peculiaridad: hace crecer la ilusión de los aficionados a medida que las rondas avanzan y sus equipos se mantienen con vida. Así, lo que en los partidos inaugurales suele ser cautela por ver qué sucede, a medida que se superan escollos la expectación se torna en motivación. Los dieciseisavos de final, este año, son curiosos: han premiado a todos los equipos de Segunda y Segunda B que se han clasificado midiéndolos contra un Primera. El azar ha querido que, en total, haya habido 16 clubes de la máxima categoría en el bombo, por lo que las cuentas son claras: cada eliminatoria enfrentará a un conjunto de los denominados grandes contra uno de inferior división en el feudo de este último y a partido único. Un formato atractivo, justo y que aumenta el interés.

Sin embargo, sobre esta nueva Copa ya se están cerniendo algunos nubarrones en forma de críticas que, como de costumbre, llegan de parte de los más poderosos. Si Lopetegui, tras el partido del Sevilla en Linarejos, se quejó del estado del césped, de los vestuarios o de la "ventaja" que, según él, supone para un equipo de Segunda B recibir a un Primera en su estadio, el Atlético hizo lo propio, de forma más sutil, tras su debacle en Cornellá, filtrando a sus periodistas más afines su malestar por haber tenido que disputar su partido en un campo de césped artificial y sus amenazas con apoyar la ya famosa superliga europea. Si las trabas que la RFEF pone a los clubes más modestos para poder utilizar sus humildes recintos ya de por sí son estrictas, estas quejas de aquellos que más voz tienen en el fútbol nacional no ayudan.

Es lógico exigir unos mínimos para que el juego se desarrolle sin problemas como se está haciendo hasta ahora, pero, de extenderse, estas pataletas pueden traducirse en nuevas restricciones para estos clubes pequeños y sus ilusionadas aficiones. Y resulta curioso, porque, al final, todos los que se quejan desde su privilegiada posición en las alturas, alguna vez, estuvieron ahí abajo. Aunque ya no lo recuerden.