Recuerdo estar en la clase en el colegio y pensar en ese Madrid de Raúl, Illgner y compañía. Si la percepción temporal (incluso especial) de un niño es diferente a la de un adulto, la inocencia hacía el resto. En la mente de ese crío sólo existían los niños y los adultos, estando dentro del último grupo los ancianos, otrora viejos. ¿Pero en cuál meter a Raúl González Blanco? Era uno de los problemas que tuve durante la infancia. El entrenador de turno decía que no miraba el DNI a la hora de hacer una alineación o de fichar, pero una vez que me transformé a adolescente sí me fijaba en los años de nacimiento y cuánta diferencia había respecto a esos jugadores. En mi primera época universitaria el nombre propio fue el de Piqué, metiéndonos con algún que otro compañero del 87 que no lograba terminar su carrera mientras que el nuevo jugador del Barcelona ganaba un dineral con la misma edad. Entonces llegó el punto de inflexión, cuando la generación del 92 empezó a hacerse notar. Ya fue un palo verlos en torneos como los de Brunete mientras nuestra realidad era sollarnos las rodillas en el campo del Seminario o en el de la Federación de La Cañada. Pero eso ya era otro nivel: protagonistas en Primera División, incluso con las selecciones nacionales. Pero aún había más: pesos pesados en el vestuario nacidos en 1992. Los viejos del fútbol tenían la edad del que suscribe, uno de los mazazos que da la vida. Entonces, con el paso del tiempo, comprendes que la edad que indica en el DNI no lo es todo y que había más franjas que la de niños, adultos y viejos. No sólo en el fútbol, sino en cualquier campo, con los extremos tan polarizados, dando la sensación de que sólo existe el blanco y el negro, y no una amplia gama de grises construida con pensamiento crítico. Todo sea por justificar el hacerse mayor.

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