El triunfo de La casa de papel en los Emmy bien merece una celebración. Y un recordatorio obligado. Hace 45 años que La cabina logró el mismo galardón, no como serie, pero sí como mejor ficción internacional. Antonio Mercero y José Luis Garci, con la connivencia del actor fetiche José Luis López Vázquez, obraron el milagro.

Me gusta regresar a La cabina. Algo que llevo a cabo en las aulas universitarias, a modo de ritual, una vez al año. Me gusta mirar al que mira. Me gusta ver cómo reaccionan los alumnos de primero de Comunicación Audiovisual ante el artefacto filmado en 1972, con evidente vocación provocadora y regusto por el amor al cine de género fantástico.

Las nuevas generaciones acogen el visionado con sorpresa. Aunque a los mayores nos parezca que todo el mundo la ha visto, todavía hay miradas vírgenes que descubren en La cabina, más allá de su obsolescencia en los aspectos técnicos y de su lentitud a la hora de narrar la peripecia, asombrosas conexiones derivadas con el mundo de lo onírico y lo especular.

A base de visionados, a mí ha dejado de sacudirme, pero la he incorporado a mi vida cotidiana y me sirve para constatar el absurdo y lo kafkiano de tantas acciones rutinarias de nuestra vida. Cuando mi tren de cercanías queda estacionado en un túnel esperando que el semáforo se ponga en verde y se cruza otro convoy, miro por la ventanilla a los pasajeros y veo La cabina. Cuando atrapado en el atasco desde el autobús me cruzo la mirada con un conductor que aguanta mecha en dirección contraria, veo La cabina.

Interpretaron en 1972 los críticos que La cabina era una metáfora del franquismo, incluidos los académicos estadounidenses. Qué va. La cabina en la que estamos atrapados es mucho más contemporánea.

Y para mí que en ella seguimos.

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