Se ha insistido en la expresión "a dedo" como si fuera algo negativo para decidir nuestro próximo representante de Eurovisión. Es la mejor opción. La más reconfortante. Lo de participar en el festival es algo hemorroidal: es una incomodidad para todos los implicados. El desprestigio de la música española entre los eurofans es tan manifiesto que será cuestión de glaciaciones para que de nuevo seamos tenidos en cuenta entre los vecinos continentales.

Al menos en este año se está trabajando con tiempo. Hacer un buen papel (lo de ganar lo dejamos en el plano de lo fantástico para TVE) consiste en contar con un intérprete de calidad, respaldado de ideas y, confiemos, con una canción que merezca la pena oír, sorprender con una actuación. Es decir, lo contrario a lo sucedido en estos años, como enviar a un novato que pega cortes de manga, una empalagosa parejita de OT o un chaval que acude por renuncia de los favoritos del público y al que se le va empapelando ingredientes, a ver qué pasa. De la expedición de este año el que menos culpa tuvo de estar por debajo del puesto 20º fue del propio Miki.

Edurne fue la anterior eurovisiva española elegida "a dedo" y el problema aquí no fue tanto la representante sino la canción. Ié, ié. Para 2020, en Rotterdam (antecedió en tres años a Sevilla en los EMA y triunfó porque es una ciudad espléndida), podría regresar Ruth Lorenzo, que no es mala opción, y que junto a Diana Navarro, otra aspirante, reúnen esas cualidades fundamentales de voz, experiencia y carisma. Así tiene que ser el perfil de quien vaya a partir de ahora, ya sea por designación directa o por un gala de televoto. El camino tenía que haberse persistido desde Pastora Soler y Ruth y nos podríamos haber ahorrado a Barei o a Manel Navarro. El ejemplo cercano de ir seduciendo con constancia año a año es Italia.

Lo de Eurovisión es serio porque es el programa más visto del año y cada país se pone en escaparate ante los demás. Sí, ganar es imposible, pero participar dignamente no es difícil.

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