Análisis

rogelio rodríguez

Frankenstein y el azar

Esto se va a pique, pero tranquilos porque ha prometido Sánchez que nos iremos vacunados

El Gobierno juega a los dados y la clase política se emboza en un maniqueísmo colegial. Los que mandan y los que aspiran a mandar dirimen sus diferencias con cepos y porrazos. Todos contra todos. Los sacamuelas han tomado el Parlamento. Escucharlos cada miércoles en el palacio de la Carrera de San Jerónimo produce grima. El destino está en manos de la conchabanza y el azar. El pulso político es tan disparatado, tan caótico, que tal vez cuanto sucede no sea una eventualidad y tenga razón Pérez Reverte cuando dice que "el azar es una explicación que sólo tranquiliza a los idiotas". El Gobierno Frankenstein se atrinchera. Tiene por delante la mitad de la legislatura. Tiempo y forraje para los nacionalismos que lo mantienen. Sus disputas son palabrería. Se necesitan más que nunca porque nunca soñaron llegar a tanto. El PNV hace caja, los etarras presos están de celebración y los secesionistas catalanes enfrentados entre sí pactarán contra España. El declive del orden constitucional es la gran certeza.

Madrid ha quemado a Pedro Sánchez en las urnas, pero Iván Redondo defenderá su sueldo con nuevas estrategias para que su protector sobreviva en el destrozo. En La Moncloa, y algo menos en el PSOE, viven persuadidos de que el cambio de ciclo está como las uvas a las que no alcanzaba el zorro de la célebre moraleja. Confían la suerte del Gobierno de coalición a las fallas que evidencian Pablo Casado y Santiago Abascal como alternativa, a los voraces intereses de sus socios nacionalistas, a la gestión clientelar de los dineros que se reciban de Bruselas y al triunfo de la ciencia sobre el coronavirus. La consigna es resistir y aparentar sosiego, en línea con el último vómito del reelegido líder de EH Bildu, Arnaldo Otegi: "Tenemos que cambiar todo con paciencia". Le faltó añadir que con el inestimable apoyo de los que prometieron guardar y hacer guardar la Constitución.

Reapareció Pedro Sánchez para decir que se acabó el estado de alarma porque la pandemia pertenece al pasado y para atribuirse el posible logro del plan europeo de vacunación, cuando el Gobierno sólo ejerce de almacenista distribuidor. Santo y seña de su habitual comedia como gobernante. Casi nada es verdad. Las arcas de la maltrecha cohesión no soportarían otra factura de los independentistas para prolongar el control excepcional del Estado. Cosmética en el poder y, en la calle, incentivos a la jarana y al Covid en botellón. Ni los más de seis mil contagios diarios, ni el más de centenar de muertos cada 24 horas, ni la situación de riesgo extremo en varias comunidades, ni los casi cuatro millones de infectados, ni los más de 80.000 fallecidos desde el inicio del mal vírico cercenan el alevoso optimismo del presidente. Su cálculo es políticamente obsceno, como lo es la irresponsabilidad inducida de sumir al país en un pozo de inseguridad jurídica y convertir a los tribunales en árbitros contradictorios de medidas sanitarias. Llueve y llueve sobre mojado. Y más que volverá a llover. Esto se va a pique, pero tranquilos porque ha prometido Sánchez que nos iremos vacunados.

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