La obra del pintor define el camino de búsqueda que impulsa toda su obra. Muchas veces el público percibe su aspecto más superficial, sin comprender el trasfondo que soporta el genio que dirige su proceso creativo.

José Gómez Abad (Pechina 1904) fue un pintor figurativo, autodidacta y de estilo personal, cuyo trabajo estaba centrado en bodegones y paisajes. Sus bodegones alcanzaron gran pureza compositiva, evolucionando desde las formas clásicas y ornamentales, del diecinueve, hacia la expresión más representativa de la estética figurativa del siglo veinte, ofreciendo al final piezas que huyen de la realidad para recrearse en la mancha controlada de color.

Sus bodegones poseían una factura característica, las uvas eran un elemento frecuente en su obra. Es por ello que se le conocía como " el pintor de las uvas ". Esa era la primera, y única impresión en la que se quedaba el espectador, admirando el equilibrio del cuadro, la estructura armónica del color, la perfección del dibujo, el pulso presentido en el ambiente contenido en sus composiciones.

Pero el artista iba más allá de la primera impresión, pues todos los elementos expuestos en sus óleos, servían de pretexto para organizar un espacio donde la luz encontrara su asiento, mostrara su aspecto desvelador de la realidad sentida, sobre todo en las uvas, en los racimos exuberantes, símbolo del fruto de la tierra almeriense. En ellos está contenido el misterio de la creación, la esencia de la realidad. ¿ Y cómo se expresa esa esencia? Pues con la luz que transforma en su color reflejado.

Gómez Abad consiguió describir la naturaleza íntima de la luz, plasmando en el lienzo los distintos cromatismos que sus uvas desprendían. Estas la recibían gozosas, se empapaban de ella, para mostrarla como definidora de sus formas. La luz en su transformación transmitía la sustancia que define la realidad tangible, el halo etéreo que se esconde en el revés de la existencia. Es por ello que el pintor fue disolviendo los trazos de sus líneas para centrarse en las manchas del color, sin abandonar el soporte del dibujo. La mancha se convertía en receptáculo luminoso, representando de forma más fiel la realidad, la cual no consiste en una figura exacta según su geometría, sino como se percibe a través del color vibrante. El artista lo intuyó y se internó en el fondo de su esencia, llegando en algunos de sus últimos bodegones a prescindir de la apariencia real, para exponer las formas visibles como representación de un sentimiento cromático percibido.

Obra expuesta en la colección permanente del Museo de Arte Doña Pakyta.

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