La inflación en octubre ha sido 5,5% en tasa interanual. Es lo que ha aumentado el coste de la vida en los últimos doce meses o también en cuanto nos hemos empobrecido porque con el dinero que tenemos se podrá adquirir un 5,5% menos de bienes y servicios que el año pasado. Es el dato más elevado desde que circula el euro, superando incluso las tensiones del estallido de la burbuja especulativa en el verano de 2008, aunque todavía a mucha distancia de los niveles de finales de los 70, cuando lo habitual era que los precios crecieran por encima del 20%, hasta llegar a superar el 28%.

En aquella ocasión la crisis se atribuyó a la subida del precio del petróleo en 1974 y al desabastecimiento que provocó la ruptura de su mercado, aunque los problemas ya estaban instalados desde antes en la economía mundial en forma de tensiones monetarias que llevaron al colapso del sistema monetario, con la suspensión de la convertibilidad del dólar en oro en 1971. El contagio fue inmediato y global gracias, ente otras cosas, a los errores de los gobernantes que mantuvieron durante un tiempo su confianza en las recetas keynesianas de manejo de la demanda (políticas fiscales y monetarias), que tan buenos resultados habían dado dos décadas antes para superar los estragos de la II Guerra Mundial. Los gobiernos podían elegir entre paro e inflación, conscientes de que la mejora de uno implicaba el deterioro del otro, y eligieron sistemáticamente reducir el desempleo, aceptando mayores tasas de inflación, hasta que el trade-off dejó de funcionar y apareció un fenómeno nuevo: la estanflación o crecimiento simultáneo de los precios y el desempleo.

Terminaron aceptando que se trataba de una crisis de oferta que exigía políticas de oferta, es decir, reformas estructurales, aunque también descubrieron que un nuevo ingrediente, las expectativas, había aparecido en la ecuación para complicarlo todo todavía más. Se conoció como espiral precios-salarios al bucle provocado por la incorporación de la inflación prevista al crecimiento de los salarios en la negociación colectiva para asegurar su poder adquisitivo. Las empresas, por su parte, repercutían sobre los precios el aumento negociado de los salarios, alimentando una espiral que parecía imposible de detener.

La actual escalada de precios se atribuye a las dificultades de aprovisionamiento y al precio de las materias primas energéticas y no energéticas, pero a diferencia de lo ocurrido hace medio siglo, los expertos confían en una vuelta progresiva a la normalidad, conforme se vaya superando el costoso esfuerzo de arrancar toda la maquinaria productiva paralizada por la pandemia. La demanda se mantiene fuerte y el consenso en torno a la oportunidad de las reformas, con el añadido de la crisis del clima, parece firme, pero la perspectiva actual también tiene sus propios riesgos. El más inmediato es que la traslación de las tensiones en los precios a la dinámica de las rentas que habitualmente se ajustan al IPC (salarios, alquileres y pensiones, ente ellas) pueda alimentar una nueva versión de espiral precios-salarios y otras rentas, que convierta en estructural lo que hasta ahora se ha diagnosticado como coyuntural.

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