Boli. Así lo llamaban. Fue mi compañero durante mucho tiempo. Pequeño, chato; mucho pelo color oro viejo. El Ama lo encontró vagando sin rumbo. Triste, porque nadie lo quería. Estaba enfermo de epilepsia. Se supo pronto, cuando le dio el ataque.

- "Con razón. Pobrecito"

Cualquiera se atrevía a lamentar que a la familia le hubiera tocado la lotería de un perro epiléptico… Al revés. Tanta onda de cariño hacia Boli olfateé, que sentí celos. Me costó aceptar que a partir de entonces sólo serían para mí la mitad de las caricias. O menos, porque yo también empecé a quererlo. Lo adopté enseguida; y eso que espantaba a mis novias. ¡Mis novias! No me han faltado, la verdad. He sido simpático y juguetón. Caían rendidas de deseo al oírme gruñir, ladrar y hablar en el mismo concierto. Siempre tuve los agudos muy afinados, herencia de mis ancestros los lobos cantores que enloquecían de amor las noches de luna llena; sobre todo, en primavera.

Sí, sé que me estoy muriendo. Pero acordarme de Boli me hace sonreír. ¡La de veces que tuve que aplazar mis asuntos sexuales con las perras del barrio porque él, de pronto, se escondía con desesperación debajo del coche que hubiera más a mano! Es lo que hacía cuando notaba que le venía otro ataque; nunca he entendido porqué. ¿Sería por miedo a un castigo, por pudor, por tristeza? Y claro, ¿qué iba a hacer yo? Pues, eso; montar guardia junto al coche hasta que mi compañero volviera en sí.

Casi siempre tenía que ir arrastrándome al punto en que estaba inerte y sacarlo cuidadosamente a empujones con el hocico. Cuando recuperaba el andar renqueante volvíamos a casa. Yo abría la puerta principal del edificio y enseguida venía Antonio, el portero. Sonriendo siempre, se ocupaba de llevarlo a nuestra casa en el ascensor mientras yo volvía a la calle para seguir marcando mi territorio y, si todavía era posible, cumplir con la otra obligación pendiente.

Mi amo sigue mirándome con ojillos de pena. Y de perplejidad. Como si no pudiera creer que sea verdad lo que va a pasar. He estado con ellos tanto tiempo, hemos vivido tatas cosas… Creo que en este momento querría decirme algo. Pero no sabe qué, ni cómo. No importa. Me basta con su forma de mirarme y de callarse para darme cuenta de lo que está pensando: que la vida pasa y la muerte llega.

Y que hay que ir haciendo acopio de momentos de dicha, de abrazos, que el mayor tesoro, el del cariño, está y se guarda en el seno de la familia; que la felicidad de cada uno se encuentra y se proclama en el amor y la alegría que seas capaz de dar a los demás. Él lleva dentro muy dentro un pesar, una culpa que no acierta a identificar. Quizá por eso ha ido y venido tanto, buscando por mil caminos las claves de su enigma personal. Mi amo es como un perro callejero, un superviviente entre las dudas y las contradicciones de su existencia y su soledad.

Me va a echar de menos, seguro. Todos lo harán, pero él con más hondura. Se dará cuenta cuando, pasado el tiempo, no importa cuánto, llame con mi nombre a otros perros que tengan. Sonreirá al darse cuenta. Y yo también lo haré, desde el rincón de su memoria en que siempre estaré. Mientras el mundo gira.

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