Análisis

Andrés Caparrós

Ligero: Memorias de un perro muy viejo (Capítulo IV)

Milagro, milagro!" nadie puede notar que me río en este momento. Porque soy un perro que no tiene fuerzas para escribir en el aire con mi rabo, espirales de alegría. La verdad es que me está gustando esto que me pasa. Se llama, recordar. Tanto me está gustando, que no me duele morirme.

• "¡Milagro, milagro!"

Cómo gritaba Andrés en el momento que aprendió a montar en bicicleta…

Aquella tarde fuimos los cuatro a comprar leche y huevos frescos a la pequeña granja que había cerca de la casa de verano: el padre, el hijo, la bicicleta y yo. A la ida, el padre sujetaba el sillín para que el hijo no se cayera, y bromeaba todo el rato. Yo disfrutaba viéndolos tan felices.

• "Ahora, tú sólo, ¿vale?"

• "¡No, no, nooo!" - gritaba el futuro ciclista -

La granjera, siempre muy amable, aquella vez lo fue más. Les regaló una bola amarilla que se movía, y que pasado un tiempo se llamaría "Plumi" porque sería una gallina.

El regreso a casa fue complicado. Al amo mayor le faltaban manos para la lechera llena, los doce huevos liados en papel de periódico, la bola amarilla que no viajaba bien en un bolsillo… ¡y la bicicleta!

Como perro, yo he sido cariñoso o temerario si la ocasión lo requería; lo fui aquella vez que crucé la Diagonal de Barcelona invadida de coches. Era irresistible el olor de una preciosa perra de agua en celo. La vi pasar, cautiva de su dueña, de un collar de los de clase alta y de la correa haciendo juego.

Pero esa es otra historia.

Ante el apuro de tener que atender leche, huevos, pollito, bicicleta y niño, el amo le echó valor. En la izquierda, el recipiente de la leche, la docena de huevos entre la camisa y la barriga, la mano derecha, agarrando el sillín sobre el que el aprendiz se esforzaba por guardar el equilibrio. ¿Qué podía pasar? Fue un momento emocionante; tanto, que olvidé mi objetivo de cada día: robarle a los niños el bocadillo.

¡Error de cálculo! Excesivo el impulso para que por inercia, la bicicleta se mantuviera vertical el tiempo suficiente, y Andrés pudiera controlar el manillar empezando a pedalear por su cuenta.

• ¡Voy solo Papá, voy solo! ¡Milagro, milagro!

El padre no pudo celebrar la victoria porque en el mismo instante, estaba enfrentándose a la emergencia de salvar los huevos y evitar que yo le hiciera daño al polluelo que a punto estuvo de caer al suelo.

Poco después, ya en casa, era una fiesta la mirada del nuevo campeón ciclista.

Y era una nube triste y divertida al mismo tiempo, la mirada de mi amo padre. Manchada de amarillo la camisa blanca impoluta con que había salido, contó a la familia lo ocurrido. Hubo suerte con la leche, que llegó entera, sabrosa y a punto. Lo de los huevos fue peor. Las claras, yemas y cascarones de media docena se quedaron en el camino, señalando el lugar exacto en que Andrés Caparrós Araujo, mi amo de nueve años, vivió su primer milagro.

A la hora de la cena faltaron huevos. Pero abundó la risa.

Villanueva de la Cañada 26 de Julio de 2020

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