La Liga 2019/2020 es la del coronavirus. Su expansión ha marcado un antes y después. Hasta la irrupción de la enfermedad, la división de plata era una categoría muy exigente por su competitividad y duración, un mes más largo que la de Primera. La suspensión del campeonato ha dejado sin efecto estas unidades de medida. La perentoria necesidad de disputar hasta tres partidos a la semana después de dos meses de parón añade dudas sobre la respuesta física de los equipos. La celebración de los encuentros sin público en las gradas, a puerta cerrada, es otra diferencia sustancial que anula el factor campo y su carga emocional. Las sorpresas, así las cosas, no lo serán tanto. La nueva realidad, sin precedentes, lo será para todos, aunque su grado de adaptación no será igual en todos los casos. Las universidades han recurrido a la vía telemática para no interrumpir la formación de sus estudiantes y para dulcificar los efectos físicos de este secuestro obligado. Los entrenadores habrán de refrescar sus formaciones titulares, con hasta cinco cambios posibles, y tirar de fondo de plantilla para sobrellevar la carga de minutos. Los unionistas han de ejercer como buenos padres después de haber cumplido como buenos hijos. Obedientes en el confinamiento como todos, salvo excepciones, han de ser más responsables en el desconfinamiento. Han de sumar los 18 puntos que le restan sin el apoyo de la afición y habrán de rascar algo en sus cinco visitas, si quieren opositar al ascenso directo. Las condiciones son diferentes, pero la exigencia de victoria es la misma. Hacer cima en la alta montaña siempre es muy complicado con su carga de imprevistos, desde cambios de tiempo a la falta de víveres. Subir a Primera también tiene esas cosas. Con sus diferencias, se parece a hollar el Nanga Parbat.

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