Si la sociedad está en estado de shock, bajo el peso insoportable de un trauma del que tardará mucho en recuperarse, por la muerte de sus miles de ancianos, imaginemos por un instante que en vez de destruir la vida de los más mayores como lo está haciendo, el virus hubiera atacado con la misma saña a la población infantil, y que sus víctimas, en vez de ser los abuelos fueran los nietos. Pensemos, durante una milésima de segundo -porque hacerlo más tiempo es espeluznante, hiela la sangre-, que las cifras de fallecidos que nos comunican a diario -a la hora en la que escribo esto van 23.190- no correspondieran en su mayoría a octogenarios sino a personas de 4, 7 o 10 años. Todas las muertes, y más las que están teniendo lugar en estos días, son desgarradoras, ¿pero qué sociedad soportaría una masacre de niños? Ninguna está preparada para una catástrofe de esa magnitud.

Nunca nos rehacemos de la muerte del padre, al que añoramos a diario -más aún si murió demasiado pronto-, y la madre reaparece en numerosos instantes del día, en este y aquel detalle de la rutina cotidiana. Pero para acostumbrarnos a su desaparición, la vida nos dota de materiales con los que forjar una armadura contra el dolor de esas separaciones definitivas: los más sólidos son las enseñanzas que nos inculcaron y las vivencias que compartimos durante el tiempo que pasamos junto a ellos. Que nunca es suficiente. En más de una ocasión le digo a algunos amigos que no saben la suerte que tienen de ver envejecer a sus padres.

Para la tragedia que muchos hijos han sufrido y están sufriendo estos días al ver -y esto es un decir, porque ni siquiera eso han podido hacer muchos, verlos- morir a sus padres, a los que no han podido apretar la mano en la última despedida, no hay palabras. Puede que fueran ancianos con los achaques, las dolencias y todas las patologías que se quiera propias de su edad, pero no se merecían -nadie lo merece- dejar esta vida como lo han hecho.

Algunos de sus nietos salieron ayer a la calle después de mucho tiempo encerrados. Es muy probable que bastantes de ellos no sepan aún que el abuelo o la abuela ha muerto. Ayer volvían a darle patadas al balón y a montar en bicicleta y a deslizarse sobre los patines. Se les veía sanos y felices, en su inocencia. Todos hemos sido como ellos, y quien más y quien menos será -ellos también llegarán algún día a viejos- como lo son ahora sus abuelos. Si alguna enseñanza se puede sacar de todo esto es que los más jóvenes y los niños de hoy recuerden para siempre que tuvieron la suerte de no ser las víctimas favoritas del coronavirus, que sí devoró a sus mayores.

Ahora toca volver a jugar. En la novela de Ian McEwan Los perros negros se lee: "Cuidar niños es una forma de cuidar de uno mismo". Ayer en las calles y plazas se hacía de una forma especial. Pero deberíamos aprovechar la frase, y donde pone "niños" poner también, a partir de este 2020, "viejos".

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