Cuando hace 16 años Eduardo Benito se llevó un bote de 2 millones de euros en Pasapalabra este formato aún era un pasatiempo lustroso de las tardes de Antena 3. Un concurso más en el que lucirse con una cultura general más o menos acolchada. Los roscos que incluían hasta la uve doble quedaban heridos de erratas y omisiones de los participantes. Había buenos concursantes que se lucían en un formato en el que era menos posible aguantar en el plató (no existía aún la silla azul, asidero para los más experimentados).

Pasapalabra ha evolucionado hasta convertirse casi en una disciplina olímpica. Un trasunto de supercampeones del idioma y, sobre todo, de la memoria. Los concursantes más brillantes de ahora como Pablo García, Orestes o el gaditano Marco Antonio son auténticos atletas, fajados en los pasatiempos del formato y custodios de la wikipedia, en condiciones de responder los conceptos más imposibles del rosco. Como siempre hay unos tres términos o apellidos de erudición supina el bote engorda con todo éxito. El espectáculo está en comprobar si son capaces de tener esos cromos difíciles de abarcar. Con una cultura de andar por casa, la diversión diaria del espectador, asegurada, está en rellenar más de las tres cuartas partes de los dos roscos de cada tarde.

En las entregas de estos días, con la llamada Copa de Maestros (un recurso para dar descanso al rutinario duelo de Orestes y Jaime), han vuelto algunos de los populares gladiadores de este espacio, punto y aparte en cuestión de fidelidad en nuestro país, un fenómeno sociológico. En estos especiales se ha comprobado cómo los participantes de muchos años atrás no están a la altura de los conocimientos almacenados por pasapalabreros recientes, ni siquiera están versados en estrategias de guardar balas y trucos para arañar aciertos mediante etimologías. Por eso Pasapalabra va más allá del simple juego. Es un ajedrez televisado, apto para todos los públicos, asequible pero a la vez exigente hasta una élite superprofesional. Un triunfo generalista.

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