Análisis

Joaquín asensio guillén

Quiero vivir (1)

Tuvo que transcurrir algún tiempo para llegar a la conclusión de que el secreto de la salud y la felicidad estaban en uno mismo, en no lamentarse por el pasado, tampoco preocuparse por el futuro, ni adelantarse a los problemas, sino disfrutar del aquí y ahora. Llegó a comprender que debía vivir cada día como si fuera el último de su existencia. Y allí, en la terraza de su casa, en aquel instante de paz, empapándose de la luz que el sol le regalaba, se le escapó una sonrisa, evocando escenarios y situaciones que había vivido durante su juventud.

A fin, después de tres interminables meses, finalizó el tedioso periodo de confinamiento. Aquella mañana desde la terraza, dónde tantas veces aplaudió el esfuerzo de nuestro personal sanitario, percibió los primeros signos que traía consigo la calurosa estación de verano. Todavía no era mediodía, pero el ambiente estaba caldeado; mientras, Mª Dolores descansaba en su butaca favorita. En medio de un inusual silencio automovilístico, centraba la mirada en sus estropeadas manos y piernas; una mirada que hace tiempo ya no era la misma de antaño; ahora lucía un semblante castigado por las numerosas vicisitudes vividas... Durante unos segundos levantó la vista para atisbar el horizonte, parecía como si después de tantos padecimientos, el sol quisiera acariciarla sólo a ella, premiándola con aquellos instantes, por haber sobrevivido a tantas dolencias.

Después de diversos padecimientos, más siendo una persona de alto riesgo, esperaba no claudicar. Trataba de encontrarle un sentido a todo cuanto aconteció durante los últimos meses de la crisis sanitaria. Llevaba demasiado tiempo sin poder disfrutar de su nieta o de sus hijos, porque una conversación telefónica no es comparable al calor de una mirada o al reconfortante abrazo de un ser querido. Durante el encierro obligatorio, el silencio se había convertido en su mejor compañero, pero para combatir la soledad y evitar que esta se impusiera, experimentó con recetas gastronómicas, aprovechó para releer alguno de sus libros favoritos, escucho música, recordó momentos del pasado y buscó quehaceres para mantenerse entretenida, alejada del ruido de los medios de comunicación.

Mientras contemplaba el horizonte, se frotaba sus enflaquecidos brazos y suspiraba. Sus manos, surcadas por el tiempo, estaban quebradas después de las miles de batallas que disputaron. Disfrutaba sintiendo el aire entrar en sus pulmones, ahora valoraba esos pequeños placeres; le recordaban que estaba viva y que había superado con estoicismo, todos los obstáculos que la vida le deparó, como sus enfermedades. Echando la vista atrás, hace justo siete años, recordó las palabras de su médico planteándole el ultimátum de enfrentarse a un trasplante o de renunciar a la vida… Lo que a priori parece sencillo de elegir, es realmente complejo de asimilar; sin embargo, ella logró reponerse volviendo a ser feliz nuevamente como en otras ocasiones. Tras su recuperación apreció más los detalles y todos los momentos transcurridos, durante estos siete maravillosos años, junto a la gente que la quería.

Tuvo que transcurrir algún tiempo para llegar a la conclusión de que el secreto de la salud y la felicidad estaban en uno mismo, en no lamentarse por el pasado, tampoco preocuparse por el futuro, ni adelantarse a los problemas, sino disfrutar del aquí y ahora. Llegó a comprender que debía vivir cada día como si fuera el último de su existencia. Y allí, en la terraza de su casa, en aquel instante de paz, empapándose de la luz que el sol le regalaba, se le escapó una sonrisa, evocando escenarios y situaciones que había vivido durante su juventud.

Tenía esculpida a fuego la imagen de sus padres en la memoria. Unas personas excepcionales que con la expansión de la industria textil en Cataluña, al igual que miles de andaluces, se trasladaron a Terrassa en busca de un futuro mejor para sus hijos, encontrando un trabajo digno con el que cubrir los gastos de su manutención y ofrecerles un techo donde guarecerse. Se hospedaron en un barrio obrero, de personas humildes y trabajadoras que también se desplazaron con el fin de obtener mejores oportunidades. Añoraba con nostalgia los primeros años que pasó en aquel colegio de monjas, donde sus padres la inscribieron, al no poder permitirse otro centro educativo de mayor poder adquisitivo; no obstante, recibió una educación modélica y ejemplar.

Fueron tiempos difíciles para una familia con cinco hijos; suponía un gran esfuerzo afrontar cualquier gasto que no fuese esencial como comer, vestir o pagar la letra de una casa sindical; más cuando el único ingreso económico que entraba en casa era el del padre. Sin embargo, este complicado periodo comenzó a tornarse más favorable cuando la hermana mayor alcanzó la edad para trabajar, ya que colaboró en los ingresos de la casa, asentándose así la familia en lo social y mejorando su situación financiera.

En este nuevo escenario familiar, Mª Dolores pudo matricularse en una academia privada, donde durante tres años desarrolló con acierto sus estudios de "comercio". A pesar de desenvolverse bien en al ámbito académico, a su término y quizás por su juventud, consideró no ampliar su formación. Sus padres insistieron que era un error; sus notas eran lo suficientemente buenas para que avanzara y continuara en sus estudios, pero había meditado mucho al respecto, llegando a la conclusión de que realmente lo que quería era trabajar como su hermana mayor; logrando su objetivo en el mismo taller de confección. Y así fueron transcurriendo esos felices años, en un barrio integrado en una ciudad como Terrassa, donde el respeto y la cordialidad de la mayoría de vecinos era un hecho, y donde su población aumentaba cada año que pasaba.

A pesar del caldeado mediodía sintió un fugaz escalofrío. Aquellos plácidos instantes recordando su infancia y el barrio donde creció, comenzaron a desaparecer. Los recuerdos continuaron el viaje, dando un pequeño salto en el tiempo y transportándola hacia un destino que marcaría su futuro, cuando reconstruyó en su memoria la desdichada mañana de primeros de aquel año en el Hospital de San Pablo. Por normativa, el taller de confección exigía a sus empleados, la realización de las pertinentes revisiones y pruebas médicas, con el fin de comprobar que sus trabajadores eran aptos para desarrollar su actividad laboral. Los resultados de dichas pruebas arrojaron un diagnóstico desalentador: un "cáncer linfático".

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