No sé usted, paciente lector, pero este periodista confiesa estar perplejo. La venta de la UD Almería es más inminente que nunca, o al menos eso parece, y nadie entre los cerca de 10.000 abonados que supuestamente suma la entidad le ha pedido a Alfonso García Gabarrón que no se vaya. El dueño del club, siempre en representación de la empresa familiar Urcisol, está en su perfecto derecho de tomar esta decisión. Nadie es eterno, como tampoco es deseable que se considere imprescindible y el murciano no es una excepción. Han pasado 15 temporadas desde que se hizo con la entidad y el máximo accionista ha hecho por el club muchas cosas y más de 2 ó 3 millones de kilómetros en su coche. Ha ilusionado y ha recuperado para esta provincia la afición por el fútbol de élite, anestesiada por guerras cainitas, desapariciones y refundaciones, y también ha decepcionado. Le ha quitado muchas horas a su tiempo de ocio y a su familia. Ha recorrido la distancia entre Águilas y la capital almeriense en tantas ocasiones que, si se lo llegara a proponer, podría conducir con los ojos vendados y su temeridad no supondría ninguna amenaza para el resto de automovilistas de la A-7. Pero sorprende que la histeria colectiva no se haya apoderado de la ciudad. Llama la atención que nadie haya desplegado una pancarta solicitando su continuidad. No tengo duda alguna de que, en su lugar, se podrá leer el socorrido lema: "Gracias por todo, Alfonso" cuando arranque la Liga 2018/19. El fútbol es ilusión y olvido, y detrás de estas cuestiones puede estar el origen a tamaña desidia. El engolado Hugo Sánchez, el más mediático de su colección de técnicos, dejó el rastro de la admiración como futbolista y no tanto del cariño popular a su paso por el Mediterráneo. El de Águilas, acaso, pueda correr la misma suerte.

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