Análisis

rogelio rodríguez

Salud, economía y recíproca lealtad

El coronavirus mata cada día en España a cientos de personas, a miles en el mundo. Siega vidas y nos ha quitado la pasión de los besos, la afectividad de los abrazos, la plena relación familiar, el confortable encuentro con los amigos... Nos ha confinado en el pánico y dispone de otros ataúdes para enterrar el porvenir. Nada ni nadie está a salvo. Y cuando se diluya, o lo ajusticie la ciencia, dejará un planeta desolado y muy probablemente en ruinas, pero, como decía Juan José Millás, es milagroso que aún funcionen los semáforos. Estamos obligados a conquistar la supervivencia, a que vuelva a funcionar el país, a reducir los todavía previsibles daños colaterales, a sostener las estructuras de nuestro democrático sistema de convivencia y a no cometer errores que obstruyan del todo las ya latentes venas del progreso.

Estamos citados a salir lo mejor posible de esta catástrofe. No se pudo prever, pero sí mitigar, y ahora toca afrontarla mediante la unión y el compromiso ineludible de todos contra la pandemia. Hacen lo que deben y más el heroico colectivo sanitario, las fuerzas y cuerpos para la seguridad del Estado, el Ejército, siempre admirable cuando se le requiere, los abnegados trabajadores de los servicios esenciales, los medios de comunicación en general, los ciudadanos en su conjunto y la inmensa mayoría del empresariado. Hacen lo que tienen que hacer y lo que dispone el Gobierno, aunque en su frenético y particular uso del BOE el Ejecutivo improvise y legisle, a espaldas del Parlamento, determinadas medidas que rayan o caen en la imprudencia o exhalan un pestilente olor a oportunistas componendas ideológicas.

A Pedro Sánchez no le faltan apoyos, y el más significativo, por cuanto representa de oportunidad, es el que procede de sectores razonablemente críticos con su gestión desde que ocupó el poder. Otra cosa es que los desoiga, como desoyó varias veces las alertas de la OMS en febrero, y actúe con impericia exigiendo que todos le otorguen un crédito incondicional que, de momento, no merece. En esta estampida de terror, todos los gobiernos inmersos en el drama están obligados a tomar medidas aceleradas, y la emergencia es proclive al error. Pero si bien esos posibles desaciertos pueden estar justificados, no lo está la actitud ególatra y bisoña de los que empuñan el timón de la nave y defienden su deriva con una estrepitosa batería de medias verdades. No hay intervención pública de miembros del Gobierno, empezando por su atribulado jefe, que no cause exclamaciones de incredulidad.

La lealtad está vinculada a la coherencia y a la transparencia, y amenazas como las del campante vicepresidente Pablo Iglesias sobre la propiedad privada ubica a todo el Gobierno en los arcenes del sistema. Y al propio PSOE, que contemporiza con acciones que no constaban en su ADN desde que lo refundara Felipe González, allá por 1974, en el memorable Congreso de Suresnes.

Salud, economía y orden constitucional son, por este orden, las tres prioridades. En eso están todos los que están, pero faltan algunos.

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