El isábado fue un día de emociones fuertes. Toda la temporada esperando para disfrutar la final de Liga de Campeones, el campeonato máximo al que pueden aspirar los clubes europeos, desdibujada por la trágica muerte de José Antonio Reyes. Un accidente absurdo, porque debería estar prohibido morir tan joven. Una vida menos junto a uno de sus acompañantes, también jóvenes que acabaron dando tumbos envueltos en llamas. Por eso lo que pasó más tarde, la final de Champions, el juego y el resultado, acabaron siendo absolutamente secundarios ante tanto dolor y llanto. Un palo de esos que nunca esperas y que la vida te recuerda que todo puede acabar en un suspiro. Horas más tarde del desgraciado suceso, en el Metropolitano, se jugó un partido de fútbol. Soso, aburrido, atenazado seguramente por los nervios de una final, el encuentro no pareció entre dos equipos que dejaron a grandes rivales en el camino. El Liverpool a lo suyo, beneficiado por un penalito pitado en la primera jugada del partido, lo tuvo todo de cara desde el inicio. El Tottenham quiso, pero no pudo. Tampoco tuvo ideas ni maneras para dejar al descubierto las vergüenzas de los Reds, que solo con balones verticales mantuvo entretenido al equipo dirigido por Mauricio Pochettino. Lo de los Spurs es todo un logro. En 139 años de historia, el conjunto londinense, el de los judíos, llegaba a una final de liga de campeones, después de aquel gol de Llorente sobre la bocina contra el Manchester City. Solo eso. El mérito de recorrer un camino complicado que llevó a ambos a la final, es más que lo que se vio en 90 minutos en un Metropolitano pletórico, lleno, lo más parecido a un choque de la Premier, pero con algo más de calor. Madrid nuevamente se convirtió en sede y escaparate del fútbol mundial. En diciembre fue el Santiago Bernabéu quien albergó la final de Copa Libertadores. Ahora el Metropolitano acaparó todas las miradas. Un éxito del fútbol español, ante tanto guiri suelto.