Lo bueno de ser un niño es que el dolor sólo se experimenta de manera física. Un raspón en las rodillas y una brecha en la frente son los daños más comunes a los que los pequeños se enfrentan. Su inocencia y esa protección que los adultos les brindamos les hacen vivir ajenos a cualquier sufrimiento que trascienda lo físico. En una de burbuja -ojalá nunca se rompiera- los niños pasan de puntillas por el dolor de la pérdida de un ser querido. La Parca suele ser generosa con ellos y -salvo terribles excepciones- les permite disfrutar de su infancia sin esa preocupación.

Si la muerte llega, algún adulto convertido en un ser de luz desdibuja la cruda realidad para que no sientan ese pellizco. Pero tarde o temprano nos toca crecer y ni la Parca es benévola ni otro adulto nos maquilla la desgracia. Toca enfentarse a ella, sentir ese pellizco y seguir viviendo con una ausencia que se queda vacía para siempre. Toca convivir con la muerte sin saber a qué puerta llamará y cuándo.

Pasado el umbral del cuarto de siglo, las péridas se suceden con una celeridad angustiosa. De repente te ves frecuentando ese lugar al que nunca habías ido y soltando el mismo chascarrillo que escuchabas a tus mayores. "Hay que ver que sólo nos vemos en el tanatorio". Una vez, estando en el tantorio, escuché a un señor mayor decir que eso era lo que nos quedaba. Arrugado, con nieve en el pelo y un aparatoso bastón, aquel abuelete dio con la clave. Hacerte mayor conlleva grandes alegrías, pero también grandes desgracias, esas de las que permaneces ajeno cuando tienes 10 años.

Hacerte mayor es decir adiós a personas para la que siempre quisiste un hola. Hacerte mayor es ir a ese edificio, donde intentan que haga mucho calor para que no sientas ese frío interno, a acompañar a otros en su dolor y a sufrir el tuyo. Hacerte mayor es perder al padre de ella y al de ellos y pensar que mañana te puede tocar a ti. Porque ya no eres un niño con rodillas raspadas que no sabe lo que pasa ni lo que ocurre, ya has entendido de qué va la vida y lo macabra que es la muerte.

Dispuesta a levantar su vuelo de manera temprana, ella, la muerte, no deja de mandarnos señales de su acecho. Estoy aquí y vendré pronto. Por eso no hay que ignorarla, porque si algo le queda de esa benevolencia con la que trata a los infantes, es para obligarnos a querer a ese al que echaremos de menos como si hoy fuese su último día en la Tierra.

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