Surgió la reflexión hace un mes viendo en Sevilla el decisivo encuentro entre España y Suecia (menudo percal tienen ahora Portugal e Italia...). Durante toda la primera parte estuvieron entrando millares de aficionados por un supuesto problema con las entradas. Según indicó la Real Federación Española de Fútbol, 3.000 espectadores fueron acreditados digitalmente con posterioridad a las 21:00 horas, cuando comenzó el partido, siendo la respuesta del ente federativo devolver el importe íntegro de las entradas. El asunto provocó interminables colas en las diferentes puertas, con la molestia que suponían esos aficionados pasando y molestando la visión de aquellos que ya estaban sentados.

La manía, además, de ocupar una localidad que no es la adquirida en un espectáculo con el cartel de no hay billetes y la ineptitud de otros que en su vida han asistido a un evento deportivo para encontrar un asiento hicieron el resto. Ahí surgió la reflexión, pero problemas de la RFEF aparte, ocurre en cualquier partido que por delante de uno pasan una y otra vez: el que llega tarde, el que va al baño a hacer sus necesidades, el que va al baño a fumarse un cigarro, el que llega tras el descanso con el partido ya reanudado, el que se marcha antes para evitar atascos... No es la intención de este periodista hacer de abogado del diablo porque problemas tenemos todos y Dios sabe la urgencia de cada uno. Pero súmele también el guardia de turno repitiendo una y otra vez al compañero de al lado que se ponga la mascarilla (cuando es incapaz de decirle a otro que deje de fumar en un espectáculo en el que drogarse está prohibido), al que va a la cantina en el 40' para evitar colas y que Alfonso García usa el coronavirus para hacer negocio quitando la comida en la puerta del estadio alegando motivos sanitarios para venderla después fuera (al Mediterráneo no se pueden introducir bocadillos, pero sí comer pipas de la cantina).

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