Análisis

Gumersindo Ruiz

Trabajando en el pasaporte sanitario

La semana pasada nuestro compañero Fernando Faces planteaba la sostenibilidad de los viajes, y junto a las elevadas cifras de desplazamientos aportaba los de una actividad económica que funciona mediante aglomeraciones, por lo que los movimientos de medio mundo y la sostenibilidad son irreconciliable, pues la contaminación de cualquier tipo es siempre y en todo lugar un problema de concentración.

Para acelerar la vuelta a la situación anterior a la crisis sanitaria, se pide a los países expedir un documento, certificando que el portador está vacunado. Se insiste en el formato de ese pasaporte, lo cual no debería resultar complicado, ya que iría en un soporte reconocible electrónicamente, y podría actualizarse de manera relativamente fácil. Pero no sólo hay que ver este aspecto práctico del llamado pasaporte, sino qué sentido va a tener y cómo va a usarse; por una parte, hay que proteger el derecho a la intimidad, y por otra limitar su uso a pasar la frontera de un país a otro, evitando que se pueda requerir de forma arbitraria para impedir el acceso de personas a determinados lugares públicos o privados. En espacios como la Unión Europea no es difícil definir las características técnicas del llamado pasaporte, pero hay que darle también un soporte legal.

La diferencia en las ratios de vacunación respecto al total de población sigue siendo enorme, y mientras en Reino Unido y Estados Unidos supera el 50%, la Unión Europea está en un 25%, con diferencias internas, países como China o Rusia no llegan al 15%, y la media del mundo es 12,5%. Afortunadamente las vacunas funcionan, y si se decide que el certificado de vacunación es un requisito para desplazarse entre naciones, el turismo dentro de la Unión Europea podría relanzarse, pero no es tan claro qué ocurriría con otros países. Está, además, el aspecto sanitario de hasta qué punto el pasaporte es una garantía de no contagio, el tipo de vacuna, y su vigencia. Todas estas cuestiones requieren un esfuerzo para llegar a acuerdos legales, sanitarios, y operativos, y la urgencia del tema no quita que se deba hacer bien.

Con la mente en los viajes Philip Hoare ha publicado un libro muy hermoso titulado Albert y la Ballena, a propósito de un viaje de Durero hace 500 años a los Países Bajos, con su pequeña familia, huyendo de la peste, y buscando que Carlos V le renovara la renta anual que tenía del fallecido emperador Maximiliano; consiguió la renta, se salvó de la peste, pero no de la malaria -era verano-, que acabaría con él siete años después. Además del motivo de salud y el económico, el principal artista del Renacimiento, que cambió la manera en que vemos la naturaleza a través del arte, quería saber cómo era una ballena que había quedado varada en la playa, para dibujarla, aunque cuando llegó la marea se había llevado lo que quedaba del monstruo mítico. Hoy, como siempre, cada uno viaja por necesidades o gustos diferentes, y a veces por la obsesión de cruzar fronteras. Todos los puertos (y aeropuertos) -dice Philip Hoare- son espacios abiertos al mundo y a la vez cerrados, pues son los lugares más vulnerables, más defendidos, ya que es donde las aduanas, las leyes, las órdenes, ceden, y se deja atrás la historia.

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