Nada produce más relajación que vivir ajeno a la realidad. Si afuera se cae el mundo pero yo lo desconozco, viviré -o moriré-feliz en mi ignorancia. En una sociedad como la nuestra, en la que el individuo y sus circunstancias se han convertido en el epicentro de cualquier corriente de pensamiento, cada quien vive en su propio universo. Con sus propias leyes de la física y hasta sus propios agujeros negros. Suyos y de nadie más. Al comienzo del estado de alarma, la mayoría de los individuos -alertados por el bombardeo informativo- abandonamos nuestro personal cosmos para volveremos colectividad. Nuestras propias leyes ahora eran de todos y nuestros particulares agujeros negros quedaron sepultados por un agujero mayor. El coronavirus nos arrastraba a todos y todos nos creímos en el mismo barco. De ahí que nos pusiéramos a remar todos a una (como Fuenteovejuna).

Los días se han sucedido y el hastío que caracteriza a la sociedad de los privilegios ha vuelto a encerrarnos en nuestro especial universo, del que sólo salimos para quejarnos porque la lona de una obra nos impide la visión a través de la ventana o para gritarle al mundo que, de pasar otro día en casa (después de haber salido a comprar el pan por fascículos), nos arrojaremos por el balcón en la próxima tanda de aplausos. En nuestros universos paralelos parece que el número de muertos es sólo una cifra, que las familias hacinadas en 20 metros cuadrados es un anuncio de Ikea y que la soledad de los ancianos es el leitmotiv con el que una compañía bancaria hará caja. En nuestros universos paralelos vivimos ajenos a realidades que sí que son para arrojarse por el balcón, aunque no se tenga. Porque, para la parte acomodada de la sociedad los privilegios siempre serán esas ramas que nos impedirán ver el bosque. Aunque el bosque esté ardiendo a un milímetro de nosotros y el olor a chamusquina nos esté abrasando las fosas nasales.

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