Análisis

María moreno*

Venderte

A través de mi arte he recuperado el contacto con gente con la que no hablaba desde hacía años"

Cada mañana viajaba en el autobús desde el pueblo a la ciudad para estudiar en la escuela de artes. A veces coincidía con una muchacha discretamente simpática, vestida de irreverente e intelectual, que solía sentarse en los últimos asientos del vehículo. Recuerdo una ocasión en la que, para intentar romper el hielo, le pregunté qué estaba escuchando. Ella despegó los auriculares de sus oídos con desdén y me habló del primer disco de un grupo que había comenzado a ponerse de moda después de tres o cuatro intentos discográficos sin gran repercusión.

-"Esta gente sonaba bien antes de volverse comerciales", me dijo. Y empezó así un monólogo sobre el fatídico momento en el que arte y rentabilidad se encuentran en el camino. "Cuando un artista empieza a ganar dinero se corrompe, se vende y la verdad de su obra desaparece detrás del telón del éxito económico".

Por aquel entonces las palabras de cualquier persona con cierto halo de antisistema hacían eco fácilmente en el cerebro de una adolescente contestataria como yo. El discurso de aquella chica pseudopunk no fue una excepción.

Es muy cierto que el trabajo de autor no suele ser acogido por la gran masa. Pero seguir en la creencia desfasada de que un artista es más íntegro cuanto más austera sea su vida (y por ende su trabajo) es un absurdo. La calidad de una obra es una variable ajena a su rentabilidad económica. Son muchos los factores que entran en juego. No es menos genuino el artista que en ocasiones se ve obligado a amoldarse a criterios contextuales para conseguir un sueldo a final de mes si trabaja desde el esfuerzo y la creatividad; si la fundamentación de su discurso no es entregarse al agrado de la mirada ajena por entero.

La primera vez que mi galerista vendió una de mis pinturas nos dimos un abrazo emocionados, justo después de ver salir al cliente por la puerta. Hoy en día, a pesar de que por suerte esto se ha convertido en una rutina, cuando recibo una llamada con la noticia de una venta inesperada, sigo saltando de emoción entre las paredes de mi estudio. A veces incluso llamo a mi madre para darle la buenanueva.

Vender algo que se crea con las propias manos produce una mezcla de ilusión, alegría y amor en el estómago. Porque lejos de ser una cuestión meramente económica, cada vez que alguien decide comprar una obra, el artista toma conciencia de que ese torbellino de sensaciones que experimenta cuando trabaja ha conseguido permear la impresión del otro, ha logrado conmoverlo de modo tal, que este siente incluso el deseo de invertir su dinero en ella. Acaba de crearse una conexión, se ha establecido un vínculo especial entre el hacedor y el espectador.

Tal vez esto te parezca exagerado pero lo cierto es que tiene lugar una sensación de cercanía y calidez con personas que te son completamente desconocidas y cobra importancia la idea de comunidad; la creencia de que, en un tiempo en el que se premia tanto el individualismo, la popularidad, la fama incluso, todos somos igualmente vulnerables y compartimos las mismas emociones.

Esa sensación de empatía con el otro es algo indescriptible; es reconfortante descubrir que, al final del día, tu trabajo tiene una razón de ser.

Es tanto así, que en muchos casos estas relaciones comerciales se vuelven más profundas y termino por hacerme amiga de los clientes.

A través de mi arte he recuperado el contacto con gente con la que no hablaba desde hacía años; he conocido mejor a algunas personas de mi entorno e incluso a mí misma; estoy confrontando aspectos de mi personalidad que desconocía, como p.e. el miedo paralizante -disfrazado de timidez- al juicio ajeno.

Consagrarse como un artista comercial en ocasiones es el resultado de producir un arte populista, un producto fácilmente consumible por el gran público desconocedor de cualquier noción de estética: la típica acuarela realista del Cabo, esa película basada en relaciones de amor romántico hollywoodiense, son ejemplos de creaciones que se valen de recursos demasiado básicos y limitados. No hay riesgo; ni experimentación, ni nada que se parezca a un gusto refinado.

En otras ocasiones obtener rentabilidad de una obra artística es el fruto de ser tenaz y perseverante en un oficio que pudiera parecer utópico en la era del capitalismo. Y es, desde luego, la consecuencia directa de ser franco y leal al propio impulso creador sin tener miedo a dejarse ver por dentro.

* Artista plástica y gestora cultural en el colectivo Espacio Campingás

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