Ser ntrenador no es fácil. El fútbol es un deporte complicado. Lo es por su carga de azar. Pero también por las grandes dimensiones del campo que convierten en incontrolables todas las facetas del juego. El preparador tiene que saber de todo y eso es imposible. Inquilino de todo y propietario de nada, ha de ser asesor, estratega y confesor. Y también ser frío y calculador. Y no dejarse arrastrar por la amistad y convencer con los hechos y no con la palabra. Ser preparador de un equipo profesional es un trabajo de alto riesgo. Aún más en un momento como el actual donde ganar no es lo más importante, sino lo único importante. La dificultad aumenta exponencialmente si se es seleccionador. El implicado es el gestor de las emociones colectivas de todo un país. Porque se juega sobre la hierba y también fuera del césped. Lo que pasa fuera retumba dentro, en el vestuario. Los seleccionados no son futbolistas sino soldados del mismo ejército al servicio de una nación y bajo las órdenes de su mando superior. Es un juego pero donde el honor de todo un país está en juego. Luis Enrique va más allá. Tiene la capacidad analítica de Einstein, pero le falta la paciencia del Santo Job. Carece de mano izquierda y se ha despojado de cuatro colaboradores. El gijonés tiene carácter y mal carácter. El primero es primordial, pero del segundo le sobra. En las formas, se deforma. Lo hace cuando saca su vinagre, fuerte como el queso asturiano que dice no gustarle. Su última comparecencia le volvió a retratar: soberbio, prepotente, altivo y chulesco. Quien esto suscribe es periodista, como los destinatarios de sus críticas, pero sin hacer causa común. Una especie de cajón de sastre, el corporativismo, donde se refugian los que no tienen defensa y son los mejores representantes de sí mismos.

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