Ff se ha ido de la UDA sin llorar, al menos en público. El zapillero cerró su última rueda de prensa sin derramar una lágrima. Habrá quien suponga que el suyo fue todo un ejercicio de entereza como también habrá quienes aseguren que no había motivos para la sensiblería. Al fin y al cabo, suya ha sido la decisión de abandonar el barco tras siete temporadas de singladura. Su adiós, mezclado con un deseo irrefrenable por no cerrarse las puertas del retorno, fue convencional. El timonel tiró de guión. Correcto y educado, recordó a todo el mundo. Bajó del estrado y repartió apretones de manos y abrazos entre los presentes, este periodista incluido. El recordatorio lo hizo de palabra, sin papeles. En el desfile pasamanos, destiló sinceridad y saludó con una sonrisa en el rostro. Repartió más de los que debió recibir. Se echaron en falta las ausencias del presidente, director deportivo y secretario técnico. Es conocido que el de Águilas es más de bodas que de funerales y las presentaciones le gustan más que las despedidas, que no despidos. Los clubes pequeños forman jugadores y entrenadores, pero algunos se deforman en los finales. Piensan acaso que son los que se van, y más si es de una forma voluntaria, quienes han de sentirse agradecidos. Y resulta que el agradecimiento es y ha de ser mutuo. El que se queda por el recuerdo que deja el que se va y el que sale por el privilegio de entrar en la memoria colectiva de quienes siguen. En este caso, como en otros muchos, no se ha cumplido el protocolo de las buenas formas, al menos en público. Este detalle alimenta la sensación de distanciamiento entre las partes y refuerza la idea de que la salida del técnico es una liberación. El fútbol ha profesionalizado sus estructuras, pero se ha despersonalizado y olvida los afectos.

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