Hace unos días vi a un grupo de personas que recogían almendra en Fiñana. Es uno de esos cultivos tradicionales, de los de toda la vida, que además de un paisaje excepcional en épocas de floración aportaba a los propietarios de las fincas una parte de esos ingresos que siempre han ayudado a sobrellevar el año, pagar los estudios de hijos y nietos en la ciudad, rebañar algo para poder actualizar alguna maquinaria y esas cosas que en el entorno rural se hacen sumando un poquito de aquí y otro de allí. La estampa podría ser absolutamente normal si no fuese porque poco después descubrí que este año se paga a tan sólo 40 céntimos el kilo, que es algo así como un euro menos de lo que yo mismo he pagado y no hace tanto. Ahora entren en cualquier supermercado, web o lugar donde vendan las imprescindibles almendras para saber a cuanto pagan cada uno de ustedes un solo kilo de este fruto.

Podría enzarzarme en una reivindicación quijotesca para la defensa de los precios en origen de la almendra rural española por ser uno de esos productos tan nuestros como la guitarra flamenca, pero quizás prefiero trasladarles en estas líneas otra de esas particularidades del mundo rural, de esa España que muchos se empeñaron en vaciar negándonos medios de transporte público ajustados a la realidad de las necesidades, conexiones viables con los grandes centros de población y, en definitiva, oportunidades. Porque sí que escucharán que habrá y mantendrán ayudas para que sus señorías puedan viajar a Sevilla en avión, pero en cambio poco oirán, o nada, del empeño de la Junta o la Diputación para que la vía del ferrocarril que une Almería y Granada se convierta en ese cercanías que acerque poblaciones hasta poder optar a ser las ciudades dormitorio de los grandes núcleos. Pero esa es otra guerra que, como con la almendra, estamos dispuestos a luchar.

Y les hablo de la almendra porque aún a 40 céntimos se sigue recogiendo. Aquí no se cortan carreteras hasta que el ministro garantice medidas para establecer unos precios mínimos. No, eso no sucederá con la almendra, pero si hiciésemos los números de la verdadera repercusión de estos cultivos tradicionales que forman parte de nuestro ADN rural, de lo que han ayudado para que las ciudades sean hoy lo que son, podríamos entender que el interior necesita ahora cobrar la ayuda que se nos debe. Hablo de esa que se nos adeuda históricamente porque, además, somos parte de la solución a la nueva situación de riesgo que suponen las grandes aglomeraciones de las ciudades.

No hablo de vaciar las capitales, sino de dar un mínimo de oportunidades a esas poblaciones que estamos a menos de treinta minutos en un tren de verdad.

Al final en el campo somos como la almendra, que sea cual sea la condición de mercado siempre vamos a salir adelante. Sin hacer ruido, sin molestar demasiado, sudando más si hace falta, porque nunca dejamos el trabajo sin hacer. La almendra se recoge, como los pueblos sobreviven, pero la pregunta es sencilla ¿De verdad que esto es justicia social? ¿Por esto luchamos? ¿Esta es la sociedad que queremos dejar?

Es cierto que, como la almendra, el mundo rural tiene una corteza dura, a prueba de golpes, pero que nadie olvide que las cáscaras se rompen y lo que queda dentro es débil y apenas dura si no se protege mínimamente su forma original.

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