Hoy más que nunca quiero presumir de mi amistad con Carlos. Quizá no había sido consciente del todo, en toda su dimensión e intensidad, hasta ahora, de la importancia de haber gozado de su sincera amistad y confianza; algo más de tres décadas de un regalo maravilloso, que tanto me ha ayudado a madurar como artista y como persona. Tal era su sabiduría, autenticidad y cercanía; me trató y aconsejó como a un hijo.

Justo una semana después de tenerlo junto a mí, en la inauguración de las nuevas salas que culminan el proyecto museístico de su Centro, Carlos se ha ido. Y se ha ido emocionado de este mundo. Noté su gozo y alegría en lo quebrado de su voz, su satisfacción por el trabajo que, mano a mano, hemos materializado juntos. Los museos son un gozo para el artista, pero, justo es decirlo también, en cierta forma avisan de la muerte; en ellos se custodian autores icónicos de la cultura, ya fallecidos o consagrados en vida. El Parnaso es el museo de los grandes clásicos, y Carlos lo era desde hace ya un tiempo respetable; era una leyenda viva que "con la muerte empieza a ganar eternidades" (Paravicino dixit).

El lunes pasado amaneció aquí en el Almanzora nublado y lluvioso, como un preludio del otoño adelantado, y así permaneció todo el día. Con la llegada de la noche los ojos de mi amigo Carlos se cerraron para siempre, en un día apagado, sin el beatífico sol que transita toda su obra, ese cúmulo apabullante de imágenes que han poetizado la luz del Mediterráneo, en distintos registros expresivos e igualmente intensos, ya fuese en la crudeza de los años de la desesperanza o en la ironía colorida de los tiempos modernos. Avisado de los médicos, yo esperaba con certeza el desenlace y, a la caída de la tarde, cuando apenas entraba ya luz cenital por las claraboyas de mi taller y tras haber pasado por mi mente -en apenas unos instantes- un cúmulo de ráfagas y recuerdos que resumen todas las experiencias que vivimos juntos, le hice mi particular despedida, a mi manera, escuchando el final de la monumental y expansiva Misa en Re de Beethoven. El Benedictus y -sobre todo- el Agnus Dei, esa suerte de gran réquiem laico de la música occidental, que acaba con un luminoso, intenso y esperanzador Donna nobis pacem. Justo en ese momento noté como la última luz del día bañaba el rostro de un retrato escultórico que le hice hace años.

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