Análisis

ROSA MARía soriano miras

La otra cara de la realidad sanitaria de la COVID-19

La pandemia ha hecho explotar un sistema que no ha sabido responder

Me encuentro a los pies de la cama de un hospital en uno de los días más tristes de mi vida. Es ley de vida que los hijos despidan a los progenitores, más allá del dolor y el vacío que significa. Pero resulta difícil de aceptar que esta situación sea una derivada, no ya de la desidia y acomodo de unos pocos sino de la dejación de funciones del sistema sociosanitario, político, y de la sociedad en su conjunto, tras aceptar de manera acrítica lo que los expertos califican como inevitable, sin más explicaciones que su expertise. La pandemia ha hecho explotar un sistema que no ha sabido responder a las necesidades sanitarias de la sociedad, lo que deja en la cuneta nuevamente a los de siempre, la población vulnerable. La persona de la que hablo solo estuvo en el hospital siete días, y la familia sigue sin saber por qué ha fallecido. Hablamos de una incapacidad diagnóstica, emocional y empática cercana a la violencia institucional. Su proceso de deterioro comenzó en febrero de 2021 tras una caída, pero todo estaba bien, más allá de su situación como paciente inmunodeprimida, diagnosticada de artritis reumatoide severa. Dos meses más tarde, con la rodilla deformada y tras una visita a su reumatólogo en silla de ruedas, (adquirida sin el apoyo del sistema público de salud porque no era necesaria) se constataba en una "simple" radiografía una rotura del fémur. El dolor del que se había estado quejando (cuando por indicación de su médico tenía que levantarse) cobraba sentido. Pero el sistema pocas respuestas dio, más allá de lo de siempre: "poco se puede hacer", sonsonete que a ella le sonaba como un "jódete, pero sin hacer ruido". El once de noviembre se volvió a caer, esta vez fue la pelvis. Las llamadas reiteradas a atención primaria, a los servicios de enfermería, al 061 y las visitas a urgencias indicaban que su dolor era normal. Un mes más tarde, el 061 escuchaba su respiración por teléfono, una hora más tarde ingresaba en la sala de críticos. Doce horas después… el diagnóstico: una severa anemia, una infección de orina, una neumonía (no por COVID), rotura de costilla (además de la pelvis), fallo del sistema linfático crónico, y un proceso de ulceración complejo. Ese día tampoco constataron que los problemas de los que se quejaba desde hace meses estaban relacionados con el abdomen, aunque bastó una radiografía (realizada tres días más tarde) para desvelarlo. Su lucidez era tan evidente, que tras confirmar que el sistema le volvía a dar de lado, solicitó los cuidados paliativos (e incluso la eutanasia). Esos días repetía que su error era haber llamado al 061, pues de no haberlo hecho el dolor habría terminado. Quería vivir dignamente, pero la inacción de todo un sistema cerró cualquier salida a su deseo. Pretendo visibilizar que la negligencia es sistémica, por no abordar de manera integral problemas complejos no estandarizados, que acaban con frases tipo: "ha dejado de sufrir", cuando lo que ha sucedido es que ha dejado de vivir. El dolor es doble: la inevitable perdida individual, y el más terrorífico, la pérdida de confianza en las supuestas bondades del sistema sociosanitario.

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