Joaquín Aurioles

Universidad de Málaga

Las causas de la inmigración

Pese a las crisis periódicas, los flujos migratorios hacia España son bastante regulares en términos de intensidad y procedencia y, por tanto, deberían ser predecibles para anticiparse

LA nueva crisis de cayucos en Canarias vuelve a poner de actualidad el drama de la inmigración ilegal en España. Más de 8.000 llegadas durante el mes de noviembre, superando todos los registros mensuales anteriores, y cerca de 20.000 en lo que va de año, que es la cifra más alta desde 2006. Las autoridades se declaran desbordadas y desatendidas, sobre todo el gobierno de Canarias, en sus demandas de ayuda a instancias superiores, mientras los ciudadanos asistimos perplejos, en el caso de los canarios también indignados, a un desatino demasiado visible como para poder disimularse con las habituales tácticas de distracción política.

Según el INE, España recibió 748.759 inmigrantes en 2019, mientras que emigraron 297.368 residentes, por lo que el saldo migratorio fue positivo en 451.391. El total de la población creció, por su parte, en 392.921, lo que quiere decir que sin inmigrantes se habría reducido en 58.470 personas. Seriamos menos y más viejos en promedio, especialmente en las zonas más afectadas por el despoblamiento. La mayor parte de España fue tierra de emigrantes hasta los años 70 del pasado siglo, pero cambió el signo de manera contundente en los 80, hasta convertirse en la actualidad en el tercer país de la OCDE (“International Migration Outlook, 2020”) con mayor saldo inmigratorio, tras Alemania y Estados Unidos.

Con 4,8 millones de extranjeros residentes (10,4% de la población, que no es de los países con mayor stock de población con estas características en la OCDE), y a caballo entre tres continentes, parece que España debiera haber desarrollado hace algún tiempo métodos para predecir la presión migratoria que va a recibir y preparar las respuestas más adecuadas para hacerle frente. Es cierto que las previsiones pueden verse desbordadas por acontecimientos extraordinarios repentinos que desembocan en crisis humanitarias (recordemos la guerra de Siria), pero incluso en estos casos los gobiernos potencialmente destinatarios de las migraciones harían bien en dotarse de planes de contingencia, como el que desde hace algún tiempo se discute en Europa, sin ponerse de acuerdo, en materia de políticas de asilo.

Pese a las crisis periódicas, los flujos migratorios hacia España son bastante regulares en términos de intensidad y procedencia y, por tanto, deberían ser predecibles. Si así fuera, se podría disponer de herramientas para la anticipación y, sobre todo, de respuesta, pero el problema debe ser de difícil solución porque tampoco la contribución académica ha conseguido ofrecer hasta el momento líneas de avance prometedoras.

Los modelos que intentan explicar por qué el origen de las migraciones está siempre en unos países y el destino en otros tienen dificultades para dar soporte a ejercicios de previsión. Los de base neoclásica postulan que la explicación reside en la diferencia de rentas y salarios. El origen está en países o territorios de base agraria y reducido stock de capital, con alto desempleo y bajos salarios, mientras que los de destino son justamente lo contrario. Sirven para entender procesos concretos, pero fallan a la hora de explicar por qué el fenómeno migratorio no llega a desarrollarse en casos similares. Otros modelos teóricos intentan mejorar incorporando variables de naturaleza no económica, como el pasado colonial, el riesgo de deportación en destino o las redes de acogida. La modelización se complica todavía más cuando aparece el negocio de las mafias y la dimensión geoestratégica de las migraciones que países como Turquía y algún otro acostumbra a gestionar de forma interesada.

Se tiende a encajar el fenómeno de la emigración española en los años 50 y 60 del siglo 20 dentro de los modelos que entienden la emigración como un impulso hacia la modernidad. El fenómeno migratorio actual es diferente, pero sus fundamentos persisten en buena medida. Las sociedades tradicionales sucumben al atractivo de las tecnológicamente avanzadas, de la misma forma que hace medio siglo el sofocante entorno rural empujó a la población campesina a trasladarse a la ciudad y a cambiar la agricultura por la industria y la construcción.

El proceso es con frecuencia gradual y no siempre completo. No se abandona la sociedad tradicional para integrarse de forma plena e inmediata en la moderna, sino que suele existir un periodo de adaptación progresiva al destino, cuyas características y duración depende normalmente del tamaño de la comunidad inmigrante. En Francia o Bélgica la posibilidad de permanecer en grupos sociales con potentes vínculos culturales con la sociedad de origen es elevada, lo que determina que el proceso de integración no siempre termine de completarse por parte de los inmigrantes y que sea el país de destino el que deba adaptar sus instituciones a una realidad nueva y consolidada.

Los modelos de redes refuerzan las teorías de modernidad ofreciendo una explicación plausible al mantenimiento de las corrientes migratorias cuando desaparecen las condiciones que provocaron su inicio o que persistan, mientras que en otros lugares de características parecidas no lleguen a producirse. Estos modelos sostienen que la persistencia de los flujos se debe a que la asistencia en destino a los nuevos inmigrantes despeja incertidumbres, facilita la adaptación y puede suponer una reducción significativa del coste de la emigración.

El fenómeno migratorio se perfila, desde esta perspectiva, como una macrotendencia demográfica hacia la multiculturalidad, en la que la globalización juega un papel crucial. La expansión de las empresas transnacionales (con intereses en varios países) impulsa la aparición de nuevos focos de emigración en sociedades avanzadas vinculadas a la realización de expectativas profesionales, que en el futuro podría obligar a cambiar varias veces de residencia a lo largo de la vida laboral. Pero este es otro problema.

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