Tengo un recuerdo 'futbolístico' de mi niñez que permanece indeleble al paso del tiempo, muy a mi pesar. Yo tendría 10 o 12 años y el equipo de mi pueblo se jugaba un 'histórico' ascenso a Tercera ante un 'todopoderoso' como el Linares. El partido no salió bien para los locales y la numerosa afición desplazada desde Jaén, obviamente, se puso muy contenta. El choque, como pasa en todos esos encuentros, fue muy tenso, bronco, y, claro, los nervios estaban a flor de piel. Lo que sucedió tras el pitido final movilizó a no menos de diez patrullas de la Guardia Civil, que a duras penas pudieron poner paz, jugándose el físico, cuando algunos 'hinchas' locales comenzaron a perseguir y a agredir sin miramientos a los visitantes, en una suerte de ceremonia del caos, los gritos y la violencia con la que mis ojos de niño jamás se habían topado.

Supongo que ese día comencé a cimentar un sentimiento que se fue solidifcando con el paso de los años y que se hizo certeza, casi dogma en mí: el fútbol, que tanto nos hace disfrutar a tante gente en el mundo, ejerce un poderoso influjo que atrae a lo peor de la sociedad. Si quieres encontrar chusma y escoria, vete a un campo de fútbol de cualquier categoría, que seguro que con alguien de la peor estofa te vas a cruzar entre un 'noventaymuchos' por ciento de gente normal y civilizada.

Ejemplos que ratifican esto me he encontrado miles a lo largo de mi vida. El último, sin ir más lejos, este lunes, cuando escuché en directo por la radio, y posteriormente vi vídeos, del 'recibimiento' preparado por medio centenar de imbéciles que se dicen aficionados del Levante, después de que su equipo perdiera por 5-0 en Villarreal. Tíos como castillos, y no solo jovenzuelos de cabeza vacía, insultando y pidiendo explicaciones a los futbolistas. Y que no me venga nadie con lo de los sentimientos o la pertenencia a unos colores, porque no se lo compro. La música también son sentimientos. O el cine. Y nunca se me ocurriría ir a por Almodóvar para quejarme por su último bodrio maniqueo.

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