Análisis

Francisco G. Luque Ramírez

El 'descampao'

En El Zapillo abundaban estos solares y fueron los 'parques de atracciones' de nuestra infancia

N ADA me sacaba más una sonrisa cuando era un crío que ese instante en el que salía cada tarde por la puerta del colegio. Las jornadas en el pupitre se hacían eternas, sobre todo para los que nos pasábamos la mayor parte del tiempo dibujando universos inventados junto a las anillas de una libreta o mirando por la ventana, contando los pájaros que se posaban sobre las ramas de los árboles del patio y que, día tras día, fuimos acumulando en nuestra cabeza. El sonido del timbre era como una liberación absoluta, el pistoletazo de salida a una carrera con decenas de niños y niñas ansiosos por cruzar la puerta del colegio y reencontrarse, si no había deberes o era viernes, con la libertad de la infancia. Muchos padres apuntaban a sus hijos a actividades extraescolares, al Conservatorio, a la academia de inglés e incluso a aprender a torear, como era el caso de mi compañera Cristina. Los que no teníamos ningún protocolo más con el que cumplir después de salir del colegio, vivíamos en una constante aventura de lunes a jueves, varias horas abiertas a cualquier plan improvisado por el barrio. Los viernes, sin embargo, siempre teníamos claro que teníamos que dedicar la tarde a jugar al fútbol en las nuevas pistas (ahora no tan nuevas) que pusieron al final de la Avenida del Mediterráneo, a la espalda del Auditorio Maestro Padilla, y si nos quedaba algo de aliento, hacer una intrusión por las boqueras de la Vega de Acá cuando todavía el ladrillo no había empezado a sepultar la huella de los orígenes familiares de muchos zapilleros. El resto de días el balón también solía ser nuestro mejor aliado, pero jugábamos en petit comitè frente a nuestro portal, dando balonazos a la puerta de una cochera, en el parque más cercano o en los descampados, esos solares de tierra, piedras y escombros que abundaban en El Zapillo y que fueron durante años nuestros parques de atracciones, donde dejamos volar nuestra imaginación para convertirnos en soldados sin pistolas, piratas sin barcos o policías sin placa, donde nos dejamos las rodillas y, ya casi encarando la adolescencia, la timidez para poder dar ese deseado beso al primer amor de nuestras vidas.

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