Análisis

Tacho Rufino

La disciplina que vivimos

Fenómenos sociológicos y antropológicos emergen por las restricciones a la movilidad y la libertad individual para vencer al Covid-19Seguramente volverán el turismo y el botellón, pero no con aquel desafuero

En estas Navidades que entran en su recta final, hemos asistido a fenómenos sociales inéditos causados por las limitaciones a la movilidad impuestas para poner un torniquete a la sangría de contagios y muertes por coronavirus: conciertos sin público, carreras populares virtuales, bares que cierran de seis a ocho o que hacen una parada alcohólica en esa franja horaria, centros históricos ajenos a la masificación al haber desaparecido los turistas -que vuelvan, los necesitamos, pero qué delicia este reencuentro de los nativos con sus zonas monumentales y más bellas-. Quizá ustedes hayan percibido también una transformación en la clientela de los establecimientos que cuentan con terraza y veladores, sitios públicos de inusitado aprecio para quienes no solían hasta ahora sentarse en ningún sitio donde uno tenga que pagar. Me refiero a la creciente proporción de mesas ocupadas por chavales jóvenes; muchos, con aspecto de haber alcanzado la mayoría de edad hace, como quien dice, tres cuartos de hora. Chicos y chicas que han sido disciplinados a base de multas por beber en lugares públicos, práctica tan prohibida antes como ahora. Mientras que hace apenas un año era evidente la incapacidad de la Policía para contener esa práctica muy arraigada en España, y más en el sur, la pandemia puede marcar un antes y un después en las concentraciones en plazas, calles, solares, polígonos, descampados o parques para, como suele denominarse al fenómeno, hacer botellón. La ocupación de las terrazas en grupos contiguos de seis jóvenes no es, sin embargo, ninguna buena noticia para esos bares: con un refresco de naranja se puede tirar una moza charlando y fumando tabaco de liar dos horas largas. Pongan que algunos toman dos cervezas, pero el tiempo libre es mucho y el presupuesto, poquísimo. De comer, nada o casi nada. Indagaremos si la nueva práctica de reservar mesas al aire libre tiene que ver con esto.

Con lo que sí tiene que ver es con el disciplinamiento de la población de cualquier edad que ha venido de la mano de este estado excepcional: quizá las mascarillas seguirán siendo un negocio un par de años más, quién sabe si toda la vida. Aunque, ya saben, hay quienes sostienen -cada día menos, pero los hay- que se trataba precisamente de eso, de meter a la gente en cintura, de limitar al máximo las libertades, de convertirnos en mansa grey con el cuento de la pandemia, en personajes de novela distópica de Huxley, Bradbury, Orwell o Saramago. Queda por dilucidar si son los chinos, los rusos o los ummitas los que han preparado este contubernio, una vez descartado Donald Trump como malo de la película, e incluso Pedro Sánchez, cuya gestión de la situación ha distado mucho de ser óptima y siquiera aceptable, a pesar de lo cual atribuir poderes de demiurgo al presidente español más funambulista del poder es mucho atribuir. Lo que sí es cierto es que la pandemia ha provisto a los ayuntamientos de una solución temporal de uno de sus problemas más singulares, el botellón. Bien puede vaticinarse que, aunque sea temporal y los lotes beodos volverán como los turistas, ni una cosa ni la otra será como antes, o sea, desaforada y fuera de control. Si concedemos -debemos hacerlo- que los jóvenes tienen derecho a divertirse y hasta necesidad de hacerlo, y que el turismo es una fuente de ingresos privados y públicos de primer orden en toda España, las cogorzas al límite del coma, o las más normalitas tres días en semana, así como la gentrificación y la invasión turística de calles, barrios y hasta edificios privados recuerdan que detrás de toda virtud hay un vicio apostado esperando su momento. Sobre cuánto y cuánto tiempo nos disciplinará el Covid-19, seguiremos atentos y, si lo desean, informando y comentando.

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