Debe rondar los ochenta. O quizás tenga veinte años menos. Las arrugas de su cara no dejan ver su verdadera edad. Es pequeña, realmente pequeña. Quizás las cargas de la vida la fueron acercando cada vez más al suelo. Tuvo que ser guapa, estoy segura. Siempre luce una colorida falda con la que tapa sus raquíticas piernas y un pañuelo cubre eternamente su cabeza. No sonríe, jamás lo hace. Tampoco habla. Se limita a estar, aunque su presencia resulte invisible para todo el que se la cruza. Ella tan pequeña, tan pegada al suelo, nosotros tan altivos y tan altos de miras.

A veces remueve un café con cualquier cacharro que le sirva de improvisada cucharilla. Remueve y remueve pero nunca le da un sorbo. Como si de tanto mirarlo se fuese a multiplicar. A pesar de pasar sus días en la puerta de una conocida confitería sevillana, la señora nunca prueba un trozo de pastel. El foráneo y el extranjero comparten risas y dulces, de esos que llenan tanto que luego hasta sobran, pero ella nunca se atreve a pedir nada. Los observa con la mirada perdida, como si antaño ella hubiera conversado de la misma manera, en el mismo lugar y con una enorme palmera de chocolate. Ahora, entre luces y guirnaldas en una abarrotada calle del centro de la ciudad la buena señora se vuelve más invisible aún.

Ella, que igual hasta tiene familia, en algún momento de su vida debió disfrutar de la Navidad. En algún momento disfrutó de la compañía en torno a una mesa el día de Nochebuena y tuvo ilusión la mañana de Reyes. Alguna vez fue una niña a la que su madre curó las rodillas después de una aparatosa caída. Alguna vez una pesadilla perturbó su sueño y la acunaron hasta volver con Morfeo. Alguna vez estuvo en el vientre de otra mujer y para ella desearon todo lo bueno, sin ni siquiera estar en el mundo. Alguna vez sus manos fueron rosadas y carnosas, deseosas de coger todo lo que estuviera a su alcance. Ahora, huesudas y ennegrecidas, sólo buscan el calor de otra mano amiga. Pero la caricia nunca llega. Y ahí, en el gélido escalón de la entrada de una confitería, continúa observando la vida con la esperanza de volver a la suya, con la ilusión de que alguien comparta con ella cualquier dulce de la vitrina y un rato de conversación. Tanto que contar y nadie que quiera escucharla, nadie que quiera verla siquiera.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios