La Copa del Rey ha recuperado su esencia con eso del partido único y el formato de todos contra todos que permite ver a pequeños equipos de Regional o Tercera recibiendo en sus modestos recintos deportivos a mediáticos clubes profesionales. Humildes trabajadores que ven en esos ratos de fútbol su única vía de escape enfrentándose a deportistas profesionales que llevan tras de sí poderosas nóminas, una estricta nutrición o una impoluta preparación física. Sin embargo, todos ellos, durante noventa minutos, se miden de igual a igual gracias al balón. El fútbol no entiende de clases sociales.

Con estos ingredientes resulta difícil no apoyar esta nueva Copa que se estrenó el año pasado y que, sobre todo en estas rondas, supone una auténtica fiesta para el fútbol modesto. Una fiesta de las de verdad, de las de hacer protagonista al humilde, lejos de esas falsas expectativas que generaba el antiguo formato copero, cuando los equipos pequeños, tras noventa minutos de eufórica lucha ante su público, tenían que jugar un descafeinado partido de vuelta en el estadio de su gigantesco rival que solía saldarse con humillantes goleadas en contra que les condenaban a la eliminación. Ahora, aunque pocos son quienes sueñan con ganar el torneo -es absurdo que las semifinales sigan siendo a doble partido-, sí es posible colarse entre los mejores equipos de la competición. Y eso es un plus.

Con mucho por mejorar como las absurdas restricciones que se les siguen poniendo a algunos clubes modestos a la hora de jugar en sus instalaciones o la ausencia del VAR que condenó a equipos como el CD El Ejido, esta Copa sí gusta. Y es que, aunque la mayoría de veces la RFEF nos sonroje con Supercopas en países de ínfima reputación y peleas absurdas con LaLiga, hay otras que hace las cosas bien. Y es de recibo decirlas.

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