Desde siempre el fútbol, por dentro y por fuera, me ha parecido, con sus matices, lo más cercano a la vida de las personas, a sus conductas, a sus convicciones y contradicciones, en nuestra honestidad y en nuestra hipocrecía. La final de la Supercopa de España disputada en Arabia Saudí hace unos días nos dejó un hecho relevante y para la reflexión o la polémica. En un contraataque del Atlético de Madrid, Morata le gana la posición a los centrales y arranca a toda velocidad hacia la portería defendida por Courtois. Cuando el delantero atlético se relamía, cuando pensaba cómo iba a definir ante el alto y largo portero madridista, el uruguayo Valverde le derriba desde atrás con una tijera de esas de barrio, del Río de la Plata, de las que en una pachanga termina en una gran tangana. Una patada fuera de todo reglamento que trae aparejada la expulsión. Pero salvo abandonar el partido a falta de cuatro minutos, nada de lo otro sucedió, porque todos entendimos que era un último recurso, de esos que equivalen a una copa. Simeone fue el primero en reconocerle la maniobra a pesar de que si hubiera sido un jugador rojiblanco tal vez hubiéramos hablado de una carnicería. Sin embargo, todos aceptamos la violencia del acto como justificación. Si la jugada hubiera ocurrido en otro sector de la cancha, en otro minuto, con diferente resultado, Valverde no podría salir a la calle en meses, sin ser señalado. Pero lo que estaba en disputa pesaba más que el fair play, y entonces el juego limpio pasó a un segundo plano, a no importar, por aquello de que el fin justifica los medios. La acción de Federico Valverde pasó de la condena al aplauso en un instante. En nombre de la causa bajó de un hachazo a Morata y en vez de ser repudiado, fue comprendido por el mundo del fútbol en general. Tanto que después de ser expulsado, acabó recibiendo el premio de mejor jugador del encuentro. La apariencia y lo que es. Lo políticamente correcto frente a la cruel realidad.

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