Cuando solo se valora el dinero, díficilmente puede valorarse el trabajo de los profesionales. Algo de esto le ocurre a Alfonso García, que denosta de algún modo la labor del entrenador en su creencia de que en buena medida todo depende del nivel de los futbolistas que él ponga a su disposición o, en última intancia, de las maniobras en los despachos que tocase hacer al término de la competición. Es por eso que el presidente suele cuidar bastante poco las formas.

Como quiera que tampoco le gusta rodearse de consejeros capaces ni de asesores de imagen (sueldo prescindible, como tantos otros) suele desbarrar o caer en fuera de juego las más de las veces. De otro modo no se explica que tres lustros después de mantener al equipo representativo de la provincia en la LFP, hito histórico en el fútbol almeriense, tenga a la mayor parte de su afición de uñas. Se lo cuentas a cualquier publicista y no da crédito al asunto.

Tozudo en tropezar las veces que hagan falta en la misma piedra, el primer paso que dio para planificar la próxima temporada, nada más lograr la permanencia en Lugo, fue anunciar a los cuatro vientos que el club, en efecto, estaba en venta. Quizá llevado por el calentón de ser increpado por los seguidores desplazados al Anxo Carro, Alfonso no calibró el daño que le hacía a su propia entidad, generando incertidumbre e inestabilidad, caldo de cultivo idóneo para espantar fichajes.

Y no contento con ello añadió más gasolina a la fogata (valga el símil hogueril porque hoy festejamos San Juan) manteniendo más de veinte días vacío el banquillo pese a tenerlo bien fácil, ya que la gran mayoría de sus seguidores le pedía tener un gesto con Fran Fernández, como premio al técnico que pilotó la salvación. En lugar de eso coqueteó con unos y otros sin medir la vejación que infligía al almeriense. Por fortuna, bien está lo que bien acaba. Suerte, Fran.