Conoces a alguien que a pesar de ser tremendamente resolutivo y capaz de enfrentarse a cualquier reto tenga una percepción poco valiosa de sí mismo? Lo llaman el síndrome del impostor. Es probable que lo sufras si estás desarrollando una carrera profesional de éxito. Especialmente en un campo creativo. Y sobretodo si eres mujer. Pongamos de ejemplo el caso de una chica cuyas dotes creativas la llevan -seguramente muy a pesar de sus padres- a estudiar una carrera relacionada con las bellas artes. Al terminar la facultad decide especializarse -esta vez muy a pesar de sus verdaderos intereses- en el ámbito del diseño gráfico, en la búsqueda por agarrarse a una de las ramas con más salidas laborales en un amplio y vasto territorio de desempleados.

Por fin consigue ese anhelado asiento de oficina y su hueco de ocho horas frente al ordenador de lunes a viernes, excepto festivos, gracias a la benevolencia de una gran compañía. "Qué suerte he tenido", piensa. Como consecuencia de su habilidad y esfuerzo asciende rápidamente dentro de la empresa. Pero en lugar de ganar autoconfianza y amor propio en esa escala empieza a sentir emociones contradictorias. Duda profundamente de sus capacidades. Le parece inverosímil que sus jefes aplaudan los resultados que obtiene. Al principio cree que se trata de pura suerte. Después opina que son coincidencias del destino. Tal vez esa idea brillante le hubiera podido llegar a cualquiera de sus compañeros; esa mañana ella había bebido más café de la cuenta y estaba especialmente despierta. Por último termina pensando que simplemente la gente se equivoca. Esa percepción que los demás tienen de ella como una chica ingeniosa y competente es una farsa total. Se siente un fraude y tiene que sostener una apariencia de persona exitosa que no le corresponde y que, desde luego, no merece. Vive con el miedo constante de ser descubierta en su incompetencia. Y por más metas que alcance no hallará prueba fehaciente que le haga cambiar de idea. Este fenómeno psicológico puede parecer algo complejo; mira ahora a tu alrededor. O incluso a ti mismo. Las personas que sufren esta disfuncionalidad suelen ser individuos que se esfuerzan muchísimo y quieren mostrar con asiduidad los excelentes resultados que obtienen en su trabajo; suelen ser complacientes y hablar desde una postura que puedes confundir con falsa modestia, debido al autoconcepto escasamente valioso que poseen. Tienen miedo a exponerse, a ser juzgados; posponen ciertas tareas, debido a su perfeccionismo. Y a veces llegan a autosabotearse, porque no conciben la vida más allá de la precariedad y el fracaso.

Muchos de mis amigos y compañeros sufren o han sufrido este síndrome en algún momento de su vida. Hace tiempo, yo misma no podía creerme que una cierta galería de un barrio exclusivo de Madrid quisiera vender mi obra. O que a alguien pudieran interesarle las preguntas que me harían en una rueda de prensa para una exposición importante. Personas con este perfil son cada vez más frecuentes en nuestro entorno. El sistema en el que nos hallamos inmersos se encarga sin interrupción de generar individuos inseguros y dispersos, que miran poco hacia dentro pero saben mostrar su mejor sonrisa en redes, lo apetitosos que son sus almuerzos, divertidas sus fiestas o atrevidos sus viajes.

Es el cóctel perfecto -estar entretenido y no saberte capaz de tus posibilidades- para que seas un buen productor y consumidor; para que perpetúes la enajenación de esta sociedad que conformamos entre todos. Yo he dejado de culpar a la providencia divina, al criterio equivocado de los demás y a la suerte por cualquier éxito que pueda cosechar. Tal vez sea el momento de empezar a considerar el esfuerzo invertido y la valía personal. ¿Y tú? ¿Eres una de esas personas con suerte?

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