9 de marzo de 2014. El Sevilla mandaba 0-1 en el Estadio Mediterráneo y José Antonio Reyes se acercó al córner para botar un saque de esquina. Corría el minuto 50 del partido. La rivalidad que suscita el cuadro sevillista ante cualquier conjunto andaluz es más que conocida. En Almería no íbamos a ser menos. Automáticamente, muchos aficionados rojiblancos de esa zona se levantaron de sus asientos y comenzaron a silbar al de Utrera. Yo hice lo propio, tratando de desestabilizar al lanzador. Reyes sacó el córner y su centro lo remató Carriço a gol para hacer el 0-2. Entonces, el canterano se giró hacia nosotros y agitó el puño en alto a modo de victoria con una sonrisa burlona que encendió aún más a grada. Fue la dulce venganza del que acababa de ser increpado. Nos ganó la batalla. Estos días estamos inmersos en plena polémica por el gesto de Piqué al público de Cornellá. Hay quien dice que el central se merece una sanción de no sé cuántos partidos. Otros mantienen que incita a la violencia. Yo, en cambio, aplaudo su celebración del gol. En un deporte cada vez más desigual, donde el aficionado es ninguneado, donde los futbolistas están alejados de lo terrenal y donde se ha perdido todo ápice de naturalidad en el césped, ver que los jugadores siguen reaccionando ante las actitudes de la grada me tranquiliza. Me gusta que Cristiano se dé golpecitos en el pecho cuando marca en el Camp Nou. Me gusta que Messi muestre su dorsal al Bernabéu cuando hace gol allí. Me gusta que Griezmann se pare en seco para mirar con enfado a su afición al ser recriminado por frenar un contragolpe. Me gustó que Reyes respondiera a nuestros silbidos y me gusta que Piqué salté ante las aberraciones que escuchó en el campo del Espanyol. Me gusta que los aficionados sigamos teniendo importancia en un estadio. El día en que a los futbolistas les dé igual lo que se escuche en la grada, estaremos perdidos. Quien vea violencia en esto la verá en muchos otros aspectos de la vida. Entonces, el problema será suyo. No culpen al fútbol de ello.

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